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sábado, 1 de agosto de 2015

comicorrupcion

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Reforma financiera



La reforma financiera de 2013 -2014 de México, es aquella presentada por el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, dentro del marco de los acuerdos y compromisos establecidos en el Pacto por México. Fue aprobada por la Cámara de Diputados el 10 de septiembre de 2013 y por el Senado de la República el 26 de noviembre del mismo año. La reforma fue promulgada por el Ejecutivo el 9 de enero de 2014 y publicada al día siguiente en el Diario Oficial de la Federación.



El Senado de la República aprobó el martes la reforma financiera, por lo que fue enviada ahora al presidente Enrique Peña Nieto para su promulgación. La norma está dirigida a los bancos financieramente conservadores en México, que cuentan con altos niveles de capital, pero que prestan mucho menos que sus contrapartes en otros países. Los cambios dan mayores garantías a los bancos para que puedan recuperar los créditos que otorgaron a los usuarios, aunque ahora de forma más rápida y bajo condiciones más severas, de acuerdo con los expertos.


Entre los cambios más importantes que plantea la reforma están los siguientes:


Ø Hace más fácil para los bancos cobrar las garantías de préstamos incobrables: se podrán retener bienes de un prestatario cuando "exista temor fundado" de que el deudor disponga de ellos, los enajene o los dilapide. También se podrá solicitar la radicación de una persona: los deudores no podrán ausentarse del lugar donde se realiza el juicio en su contra. Durante la demanda, aún cuando el juez o el actuario no lo ordenen, el banco puede pedir al usuario que muestre los bienes con los que cuenta para garantizar el pago del crédito.


Ø Se crea un buró de entidades financieras con información sobre las prácticas de cada una de ellas y las sanciones administrativas que

les han sido impuestas.



Ø Se instaura un Sistema Arbitral en Materia Financiera, como un procedimiento de solución de controversias entre las instituciones y sus usuarios.


Ø Se prohíben las ventas atadas, es decir, cuando un banco condiciona la contratación de una operación o servicio financiero a otro.


Ø Los clientes podrán transferir sus créditos al consumo a otra entidad financiera, o sus operaciones bancarias a otro banco.


Ø La Comisión Federal de Competencia Económica deberá llevar a cabo una investigación sobre las condiciones de competencia del sistema financiero.


Ø La Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de Servicios Financieros (Condusef) podrá suscribir convenios de intercambio de información con otras autoridades financieras.


Ø La Condusef también podrá emitir opinión por las contraprestaciones que reciban las instituciones financieras.


Ø El Banco de México se encargará de regular las comisiones que cobran los bancos y las tasas de interés que rigen los créditos





Se podría decir que ahora las instituciones financieras, al tener más opciones para recuperar el dinero prestado a los clientes, hay una disminución del riesgo de perder y como resultado de esto podríamos decir que se espera que las tasas de interés sean más competitivas en México.


Es obvio que con estas nuevas reformas y nuevas “armas” pues las instituciones financieras estén más a las vivas en cuanto a posibles abusos (más de los que ya cometen). Aunque sabemos la tanta responsabilidad que recae en el consumidor de los servicios financieros, también conocemos las necesidades modernas de nuestra sociedad, así como las básicas. El problema es que los salarios no son competitivos ante las tasas de dichas instituciones, sin embargo, muchas veces son necesarias.

Plan de estabilización después de la crisis

La crisis en México

Las crisis económicas en general revelan las vulnerabilidades que presentan los distintos países, y el caso de México no es la excepción. Para apreciar esto es necesario recordar que cuando el país modifica su estrategia económica hacia fines de la década de 1980, el país se encontraba en medio de un prolongado estancamiento de la actividad económica. Ante ello se emprendieron un buen número de reformas que buscaban restablecer el crecimiento de la economía. No es el propósito describir este proceso que por lo demás ha sido ampliamente estudiado. Sin embargo, una de las acciones que se llevó a cabo para entonces y que marcó la economía nacional de manera importante fue la firma del Tratado de Libre Comercio. Si bien su diseño e implantación benefició a nuestra nación, paradójicamente también llevó a la economía a integrarse comercialmente con los EEUU, y no a abrirse con respecto del resto del mundo; en efecto, cerca del noventa por ciento de nuestras exportaciones se dirigen hacia dicho país. Paralelamente, esta variable se convirtió en el motor del modesto crecimiento del PIB.
Esto trae como consecuencia que se dependa en exceso del desempeño del vecino del norte. Naturalmente, cuando aquél entra en depresión económica, deja de adquirir nuestros productos, lo que ocasiona que ese motor de nuestro crecimiento –exportaciones hacia los EEUU- se vea deteriorado.


Para apreciar esto, considere la composición de las exportaciones que arroja una explicación muy convincente. Antes es conveniente hacer una pequeña digresión: existen productos que no pueden dejar de consumirse, como los alimentos; por otra parte, hay bienes que uno puede dejar de adquirir, como los automóviles o los electrónicos, en caso de enfrentar dificultades. Pues bien, son este segundo bloque de productos los que México le exporta en mayor medida a los EEUU. Es decir, la composición de nuestras exportaciones desafortunadamente no se encuentra debidamente diversificada. De aquí que cuando los problemas financieros de ese país afloran, lo primero que hacen es dejar de importarnos los productos.

Si a esto se le agrega que el principal componente de aumento de nuestra economía lo constituyen precisamente las exportaciones, el resultado obvio es que el país decrezca abruptamente. En este sentido, nuestra recuperación depende en gran medida de que nuestro vecino del norte se recupere. Se espera que México decrezca en 8 puntos porcentuales para este año de 2009, con lo que se convierte en el país de la región de la América Latina que más caerá. La respuesta es que el crecimiento del resto de las naciones de la región dependen menos de las exportaciones a los EEUU. La moraleja es que México debiera diversificar sus fuentes de crecimiento, mediante la creación y fortalecimiento de un mercado interno.

Canales de transmisión

Existen dos canales principales de transmisión de la crisis norteamericana hacia la mexicana. El primero de ellos lo representa, como ya se dijo, la disminución abrupta de las exportaciones. El segundo de ellos es netamente financiero. Las crisis financieras vienen acompañadas de una gran volatilidad de las variables tales como tipo de cambio y tasas de interés. Como se sabe, este fenómeno es un cuasi-sinónimo de riesgo. Es decir, cuando éste se incrementa los prestadores de recursos lo perciben y reaccionan contrayendo la cantidad de recursos que pueden poner a disposición de los inversionistas y público en general. A la vez, los inversores prefieren esperar ya que se les carga una tasa de interés muy elevada. El resultado es que se inhibe el crédito, que como se sabe representa una variable fundamental para promover el crecimiento.

Por otra parte, la contracción de la economía estadounidense, sobre todo en el sector de la construcción, impacta a México vía las remesas que envían nuestros paisanos que se dedican precisamente a ese ramo de la actividad económica. Finalmente, la baja en la actividad económica mundial reduce la demanda por otro de los productos de los que depende la nación, el petróleo.
Estos eventos impactan fuertemente otras variables.

Impacto

De la discusión anterior, claramente puede percibirse que el impacto lo reciben tres importantes variables: i) el empleo, ii) la recaudación tributaria y, iii) el nivel de pobreza de la población.

La caída en el producto tiene un impacto directo e inmediato en el empleo. En México la disminución en la tasa de generación de trabajos se observa desde mediados de 2006. Para octubre de 2008, la tasa se torna negativa. Es decir, la economía no solamente deja de generar empleos para la fuerza laboral entrante que por cuestiones demográficas es alta, sino que ha disminuido desde 2006. La principal rama afectada es la de las manufacturas y dentro de ésta la automotriz, la electrónica y tecnológica y por último, la textil. Como ya se dijo, esto es el resultado de depender para lograr el crecimiento de las exportaciones de dichos bienes.


En palabras de Hernando de Soto, el pobre no puede darse el lujo de estar desempleado. De esta manera el sector informal ha crecido de manera considerable durante los últimos tres años que se han dejado de crear empleos. Debe destacarse que a diferencia de la crisis de 1995 que experimentó México, cuando la economía de los EEUU se encontraba en una senda ascendente, en esta ocasión hay que esperar a que dicho país se recupere.

Otra variable que se ve fuertemente afectada por la disminución del ingreso nacional es la recaudación tributaria. Conviene destacar que México es uno de los países en el mundo que menos recauda tributos como proporción del Producto Interno Bruto, con apenas 11 por ciento, en comparación con el 20 de Chile, y de 18 de El Salvador, Costa Rica, Colombia y Brasil. Así, ya con una baja recolección para este año se espera que los recursos provenientes de la tributación disminuyan en 20 puntos porcentuales. Esto obviamente dificulta la implantación de una política anticíclica. Como se anotará más adelante, en México se activó nuestro Fondo de Estabilización. Sin embargo, es insuficiente ante la magnitud del choque.

En adición, debe señalarse que aún en tiempos de estabilidad macroeconómica México ha subsanado la baja recolección de impuestos con la renta petrolera. No obstante, para este año los precios del hidrocarburo disminuyeron sensiblemente. Una buena acción que México venía realizando años atrás, era cubrir este precio mediante el uso de productos derivados, situación que ha ayudado a paliar el problema de financiamiento público, que a pesar de ello continúa siendo un asunto delicado ante la insuficiencia de fondos para cumplir con sus responsabilidades de gasto.

La alternativa que surge es entonces el endeudamiento público; conviene discutir esta posibilidad. Como se discutió antes, el crédito internacional se ha “secado” debido a la incertidumbre prevaleciente. Baste señalar que para julio de 2009 el otorgamiento de crédito mundial se contrajo en cerca de tres puntos porcentuales, y el que se está otorgando obedece más bien a refinanciamientos para mejorar las condiciones generales de los empréstitos. Para México sólo la deuda interna puede representar una opción, pero también los mercados financieros locales se encuentran muy cautelosos. De esta manera, la única opción es el financiamiento proveniente de organismos internacionales tales como el FMI, BID y Banco Mundial.


En suma, los eventos mundiales han venido a revelar algunas de las debilidades de la estrategia económica. Resalta la excesiva integración de nuestra economía con la de los EEUU, lo que ha provocado que no se haya creado un mercado interno sólido que soporte en mayor medida la actividad económica.

Es aquí donde entra el problema de lo poco competitivo que es el país con respecto al resto del mundo. Es difícil definir este concepto y en ocasiones se abusa de índices que mezclan un sinnúmero de variables, correlacionadas entre sí, lo que no permiten apreciar la raíz del problema. Aquí sostengo que un país es competitivo en la medida que se respeten los derechos de propiedad y el andamiaje necesario que lo haga valer, es decir, un poder judicial eficiente que aplique un marco legal armonioso entre sí; segundo, que promueva la competencia económica de manera que se evite la formación de grupos con poder de mercado que perjudican al final al consumidor; que existan los mecanismos para hacer que los frutos de un crecimiento económico se distribuyan a lo largo de toda la sociedad; que exista igualdad de oportunidades de todo ciudadano; y, que exista una estabilidad macroeconómica (ver Esquivel y Hernández, 2009). Este último punto es muy discutido pero la crisis actual tiene que revelar su importancia: sin estabilidad de las variables económicas, la inversión, y por ende, el crecimiento se caen.  

Por último es menester señalar que el sistema bancario mexicano es uno de los que menos crédito otorga en el mundo. La explicación para ello es muy debatida y no es el lugar para discutirlo. Sin embargo, al no otorgar mucho préstamo, pues su exposición ante crisis se ve muy limitada. De aquí que el sistema no sufrió los estragos como otros sistemas bancarios, sobre todo de primer mundo.

Este es el contexto, pasamos ahora a examinar brevemente las reacciones de nuestro gobierno ante la crisis.

La reacción gubernamental

Mucho se ha discutido sobre la reacción gubernamental ante la crisis. El primer elemento que debemos señalar es que la efectividad de una respuesta depende en gran medida de un buen diagnóstico. Como ya se dijo, no es claro si efectivamente se preveía desde 2007 estos eventos. Lo que sí es un hecho es que nuestro gobierno es de los que sostiene que solamente después de la quiebra de Lehman Brothers, es cuando se puede dimensionar la magnitud del choque. En este sentido, la reacción es tardía, aunque no necesariamente culpa de nuestro gobierno.

Sin embargo, esta crisis también viene a revelar otra vulnerabilidad, a saber, la ausencia de una política anticíclica. ¿En qué consiste tal política?
No hay un consenso al respecto pero la mayor parte de los países avanzados basan este tipo de políticas en dos arenas: 1) la suficiencia de recursos públicos para estimular la economía; y, 2) el diseño ex ante de los programas anticíclicos.

El primero de ellos en cierto sentido depende de la disponibilidad monetaria para formar un fondo de estabilización. El monto óptimo es casi imposible de definir cuando la crisis es profunda, como es el caso que nos acompaña hoy día. Por ello, el déficit es también un instrumento en este sentido. En economías emergentes éste último es mucho más débil debido a que todavía su credibilidad de ajuste futuro no es muy fuerte; de aquí que incluso el solo deseo de pedir préstamos no garantiza su disponibilidad, y si la hay, su costo es muy alto.

Dentro del segundo grupo, destacan los programas de apoyo a las distintas industrias, pero más importante aún, contener la baja en el bienestar de los ciudadanos. En México, se previó el primer grupo y se formó con anterioridad un Fondo de Estabilización utilizando recursos de excedentes provenientes de la renta petrolera, que si bien insuficiente, ha permitido reaccionar ante el evento. 

 
Desde mi perspectiva es la segunda arena en la que México ha mostrado su debilidad. No tocaré la parte de estímulo a la industria, porque éste ha sido prácticamente inexistente. Destino el resto del ensayo a la reacción para proteger el bienestar de los ciudadanos.

La reacción en materia social

Con excepción de los EEUU, los países avanzados llevaron a cabo modificaciones importantes posteriores a la crisis de 1929 para proteger a la población ante la ocurrencia de esos eventos, además de tratar de detener la “propagación del comunismo”. Así, el nacimiento del famoso Estado del Bienestar europeo se produjo, entre muchos otros factores que enunciaremos adelante, como a una reacción al mencionado episodio. En este sentido, las crisis concientizan a la sociedad (y sobre todo a los políticos) para tomar acciones y modificar el status quo.

Gran parte del Estado del Bienestar descansa en el diseño de un sistema de seguridad social, que al menos en papel, además de proteger a la población bajo circunstancias normales, le proporciona un blindaje social en caso de ocurrencia de choques económicos adversos. Por ejemplo, en el caso norteamericano cuando ocurre un despido laboral, el trabajador queda automáticamente sin un seguro de salud para enfrentar las posibles enfermedades (aunque existe un seguro de desempleo temporal). Por el contrario, en el caso de los países europeos, más allá de la rigidez laboral, un despido no deja a la persona sin uno. Hay una corriente de la literatura económica que llama a estas características “redes de protección social”

No hay, pues, una definición exacta de éstas, pero generalmente incluyen a la salud, al empleo por medio de alguna forma de seguro de desempleo, pensiones y, en ocasiones, con subsidios a sectores sensibles a estas crisis como el agrícola, la microempresa, entre otros.

Estas redes de seguridad social han sido muy debatidas por muchos motivos siendo el principal su financiamiento, ya que ello implica una redistribución de los recursos monetarios  de una persona a otra. El principal cuestionamiento es si el Estado debe tener estos objetivos como su función.  De aquí que parte de esta discusión se ha trasladado al terreno ideológico, e incluso es la principal diferencia para muchos entre Europa y los EEUU.

En este sentido, las economías que cuentan con un Estado del Bienestar como el definido arriba, no necesitan, en caso de un choque negativo como el que ha ocurrido ahora, diseñar acciones de “protección social” (en teoría ya las tienen) y sólo requieren concentrar sus esfuerzos en tomar acciones de índole macroeconómico, como por ejemplo, el rescate del sector financiero, o la reactivación del empleo por medio de la construcción de infraestructura. No sostengo que esto no sea importante, lo que intento comunicar es que de una u otra forma esto les permite a los gobiernos concentrarse en acciones para estabilizar la economía en el agregado sin distraerse de manera importante en el diseño apresurado de mecanismos de protección social.

En México se han llevado a cabo medidas muy apresuradas para enfrentar la crisis de manera más efectiva, y la historia nos sugiere que a veces estas acciones fáciles se convierten en un lastre difícil de remover cuando los aprietos económicos han concluido.

Aquí sostengo que para México esta crisis puede ser una oportunidad para redefinir nuestra política social, que hoy por hoy, se encuentra desgastada, por no decir estancada en una amalgama de numerosos programas que incluso se contraponen en sus objetivos (baste mencionar el de microrregiones y el de la comisión de pueblos indígenas). Recientemente el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social ha dado a conocer que el combate a la pobreza ha sufrido reveses importantes durante la presente administración, lo que reafirma la necesidad de replantear la política social del país. En suma, los eventos adversos han evidenciado que al no contar con un verdadero mecanismo de protección social, se ha respondido con políticas sociales de diseño muy apresurado. Es importante también destacar que también últimamente se ha asociado a la informalidad con la política pública existente, y la solución que se ha dado es precisamente una reforma a todo el esquema de la seguridad social (ver Levy, 2008).


Más allá de los efectos en términos de eficiencia económica es necesario plantear la reforma en referencia a un argumento de justicia social. Para argumentarla se requiere primero de una pequeña revisión del nacimiento del Estado del Bienestar Europeo, que a continuación se presenta.

La política social como tal no es tan antigua. La primera gran intervención estatal en materia social se da tanto en los países europeos como en los EEUU, por el año de 1776. Hacia fines de este siglo XVIII todos los países de la hoy conocida Europa occidental y los EEUU contaban con algún programa de corte social. Por una parte se encontraba Inglaterra, país que para entonces contaba con el primer programa de combate a la pobreza, conocido como “la ley de los pobres”. Por otra parte, Thomas Jefferson implantó la educación pública en los EEUU. Ambos eventos fueron, en su tiempo, muy debatidos.


En ese entonces en el mundo había un número reducido de asalariados, la esperanza de vida era reducida, por lo que se contaba con una población joven (o muy bajo nivel de adultos de la tercera edad), alto grado de analfabetismo, entre otras características; pero con la revolución industrial en pleno auge se evidencia la necesidad de mejorar el nivel de capital humano en términos de salud, nutrición y educación. Con ello, la esperanza de vida de la población aumentó, lo que aunado al surgimiento de la democracia, ejerció una presión para la instauración de programas sociales durante el siglo XIX.

Para inicios del siglo XX, se contaba ya con una esperanza de vida considerablemente mayor; la democracia se había extendido (e incipientemente el propio socialismo); y, los niveles altos de pobreza persistían. Con la erupción de la crisis de 1929, la población quedó muy desprotegida por lo que con existencia de democracia, ejercieron presión para la ampliación de la protección social. La década de los 1930s marca la “explosión” del gasto público en materia social en la mayor parte de los países occidentales.  Es decir, la crisis, junto con otros factores como la expansión del socialismo, son determinantes en el nacimiento del famoso “Estado del Bienestar”.

Los programas más importantes incluyen la universalidad en materia de pensiones no contributivas (de aquí que un nivel de esperanza de vida de la población haya sido fundamental para introducir esta medida), salud, educación, seguro de desempleo, además de incluir programas para combatir la pobreza y para la adquisición de vivienda.

Debe destacarse que como estos programas eran de corte universal, es decir, para toda la población, los EEUU no los contemplaron debido a que para entonces el nivel de racismo era tal que se oponían a otorgarle esos beneficios a los afroamericanos y otras minorías (incluidas las hispanas). De aquí, que sólo se dio en Europa occidental.

Si bien es cierto que estos esquemas se encuentran desgastados en algunos países, y que su reforma se ha postergado para modernizarlos, lo cierto es que países como Suecia han logrado mantenerlos, llevando a cabo reformas para permitir su viabilidad financiera y mejorar la calidad de los mismos mediante incentivos apropiados.

Por otra parte, el mundo ha presenciado algunos episodios de crisis después de la Segunda Guerra Mundial, particularmente a inicios de los 1970s e inicios de 1980s, y los sistemas de protección social han logrado mantener mínimamente el nivel de vida de la población. Indudablemente, durante la actual crisis estos mecanismos de protección social han sido fundamentales para la población de estos países. De aquí la importancia de considerar este sistema para México.


Históricamente México cuenta con una política social compleja, y está compuesta por una amalgama de programas sociales que se manejan en distintas instancias gubernamentales, muchas de las veces sin coordinación alguna. Tradicionalmente la protección social ha respondido a circunstancias más bien políticas con un alto grado de populismo y elementos clientelares.


El gasto público en materia social ha ganado y perdido terreno dependiendo de los objetivos políticos. Acorde con las tendencias internacionales, el sexenio del Presidente Lázaro Cárdenas se constituye como el que marca el principio no sólo de la institucionalización de la Revolución Mexicana, sino del uso del gasto público con fines más sociales, rubro que hasta entonces había presentado muy bajos niveles. De hecho, durante esta administración se establece una cifra record en cuanto a la contribución del gasto social en el total, cifra que cae en posteriores administraciones y que se alcanza nuevamente sólo hasta la década de los 1960s, cuando con un contexto interno de tensiones y, en el externo con la Revolución Cubana, el Presidente Adolfo López Mateos se ve forzado para que el rubro social volviera a ganar terreno. Con crecimiento económico por arriba del 6 por ciento y con un aumento en el gasto social, la pobreza empieza a perder terreno. El gasto social se mantuvo con una participación en el total estable durante el sexenio de Díaz Ordaz.


Durante el sexenio del Presidente Echeverría el gasto social registró un fuerte incremento sin que hubiera una fuente explícita de financiamiento, incurriendo en déficit presupuestario, asunto que se matizó al inicio con el presidente López Portillo  cuando existieron mayores ingresos provenientes de la renta petrolera, pero que se profundizó más tarde con la caída del precio de tal hidrocarburo.
Como consecuencia de la crisis de 1982 el gasto tuvo que ser contraído de manera abrupta por lo que ambos tipos de gasto, social y de inversión, se redujeron de manera considerable. El ajuste estructural de esta década parecía superarse a inicios de la siguiente pero una nueva crisis financiera en 1994-95 volvió a impactar adversamente ambos rubros.

La política social, a partir de la crisis del tequila, sufre una transformación importante: se introduce el primer programa focalizado y con un objetivo muy específico de elevar el nivel de capital humano. Las evaluaciones preliminares han arrojado resultados positivos en materia de salud y nutrición. Por su parte las pensiones fueron modificadas para adoptar un esquema contributivo con financiamiento individual. Esto significó la perpetuación de no-cobertura para aproximadamente 60 por ciento de la población.

Como se ve, la política social ha respondido a circunstancias más que a un diseño integral de ella, y se ha modificado en épocas de crisis de manera apresurada, lo que ha ocasionado que no exista consistencia entre sus partes. Su diseño se lleva a cabo de manera independiente entre sus distintos componentes por parte de las cabezas de los distintos sectores, incurriendo en una competencia política que fragmenta aún más la política social a nivel federal (un claro ejemplo es el seguro popular).

 
Asimismo, con una mayor descentralización del gasto, los estados han respondido políticamente para subsanar los vacíos y defectos de la política social a nivel central. Por ejemplo, con la reforma de pensiones de 1992-97 no se solucionó el problema de los no-asalariados, si bien se aminoraron los problemas que presentaba el antiguo sistema (aunque la crisis evidencia lo que muchos temían: la posibilidad de quiebra de las Afores, con el peligro de dejar a la población desprotegida). Ante esto, algunos estados han ofrecido pensiones no-contributivas para sus habitantes. Sin embargo, los programas estatales sociales no encuentran congruencia con los federales para llegar a una política social integral.

Por su parte, como respuesta, el gobierno federal ha respondido poniendo “chipotes” al programa Progresa-Oportunidades, desde pensión hasta subsidios eléctricos, implantando un seguro popular, acciones todas ellas que  han ocasionado que la política social se vea rebasada y desgastada, al introducir importantes distorsiones en el mercado laboral (ver Levy, 2008).

En suma, nuestra política social se encuentra fragmentada, desarticulada, y los hacedores de política no han tenido la visión global y de largo plazo como para integrarla. Las crisis, sin embargo, sensibilizan a la población y a los políticos para tomar acciones adecuadas en beneficio de la población, aunque políticamente no sean tan rentables. 




 



Conclusión 

México es uno de los países de la región de la América Latina que más impacto ha sufrido en términos de crecimiento económico debido a su exagerada integración comercial con los EEUU. Este decrecimiento ha impactado variables clave como el empleo, la recaudación tributaria y ha elevado el número de pobres.

Si bien el gobierno ha reaccionado de acuerdo a las circunstancias haciendo uso del instrumento fiscal, la estrategia ha adolecido en dos aspectos. Primero, insuficiencia en los recursos y, segundo, en una ausencia de programas diseñados con anterioridad para enfrentar dificultades económicas. Así, los programas de gasto han sido diseñados de manera apresurada.



viernes, 31 de julio de 2015

Apertura comercial de 1986

La crisis de la deuda de 1982 fue resultado del acelere echeverrista y lopezportillista, de la caída de los precios mundiales del petróleo (ya que la economía mexicana dependía mucho del hidrocarburo para su crecimiento: para 1982, las exportaciones petroleras representaban el 72 por ciento del total de las exportaciones) y del incremento de las tasas de interés internacionales (ya que durante el sexenio lopezportillista fue adquiriendo cada vez mayor importancia la deuda externa a tasa variable: 70 por ciento del total de la deuda en 1981); y para el pensamiento económico conservador, resultado, sobre todo, del esquema de industrialización sustitutiva que “… condujo a acelerar la inflación y a agravar los déficit fiscales y de balanza de pagos, a desestimular a los sectores competitivos exportadores, a alentar la formación de monopolios internos, a perjudicar el avance tecnológico y productivo y a lesionar el bienestar y la soberanía de los agentes económicos”.

O como también lo expresa José Luis Calva:
“… La "estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones" fue convertida por la tecnocracia neoliberal en una suerte de leyenda negra, según la cual dicha estrategia hizo surgir una planta fabril ineficiente, poco articulada en su interior e incapaz de cubrir con sus exportaciones el importe de sus bienes de capital e insumos importados, originando la dependencia del ahorro externo que desembocó en la crisis financiera de 1982”.
Por tanto, la política económica del nuevo gobierno, el de Miguel de la Madrid (1982-1988) que inició el primero de diciembre del depresivo año de 1982, planteó, dentro de la reforma estructural de orientación de mercado, fomentar la competitividad externa de la economía a partir de la liberalización del comercio exterior. En pocas palabras, el gobierno de Miguel de la Madrid “se propuso elevar la eficiencia competitiva de la industria nacional e impulsar las exportaciones manufactureras, a fin de generar ingresos de divisas suficientes para cubrir el valor de nuestras importaciones manufactureras, superando de este modo la necesidad permanente de financiamiento externo (…) La tecnocracia neoliberal procedió a liberalizar de manera unilateral y abrupta nuestro comercio exterior y a suprimir la mayoría de los instrumentos de fomento sectorial, a fin de que los agentes privados y las fuerzas espontáneas del mercado optimizaran la asignación de recursos, al tiempo que la exposición a la competencia externa obligaría a los empresarios mexicanos a introducir cambios tecnológicos y a elevar aceleradamente la productividad. Como señaló el primer presidente neoliberal de México: “Seguimos un intenso proceso de racionalización de la protección comercial para inducir mayor eficiencia y competitividad de nuestra economía nacional” (MMH, Quinto Informe de Gobierno, 1987)”.


De esa manera, para la economía conservadora las estructuras productivas y financieras de la economía mexicana, como de otras economías latinoamericanas, debían responder a la racionalidad económica de los mercados mundiales y, por tanto, había que desmantelar la industrialización sustitutiva; es decir, abrir la economía a la competencia internacional para, a través de la especialización, inducir economías de escala que hicieran posible la desaceleración de la inflación y la recuperación del crecimiento económico que posteriormente se mantendría alto y sostenido.

Adicionalmente a la apertura comercial, y a fin de sentar a la economía mexicana sobre bases sanas, se contempló, dentro de la mencionada reforma estructural, disminuir la intervención del Estado en la economía que había alcanzado preeminencia inusitada bajo los gobiernos “intervencionistas” de Echeverría (1970-1976) y de José López Portillo (1976-1982).
Esquemáticamente, en el corto plazo el objetivo principal consistía en controlar la inflación y en reducir el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos; en tanto que los objetivos de mediano plazo eran abrir la economía al exterior y disminuir la participación del Estado en la economía.

De manera específica, la liberalización comercial en México ha consistido en la eliminación, gradual primero y acelerada después, de los premisos previos de importación, de los aranceles y de los precios de referencia oficiales (PRO) para las importaciones. Para Jaime Zabludovsky, que fungió como subjefe para la negociación del TLCAN entre 1990 y 1993, la apertura comercial de México, parte medular e importante de la reforma de su sector externo, se ha dado en dos grandes etapas: en una primera etapa, que va de 1983 a 1990, la liberalización comercial se dio de manera unilateral, es decir, sin reciprocidad alguna por parte de los principales socios comerciales del país; en tanto que en una segunda etapa, que inicia en la década de los noventa, la apertura comercial ha descansado en una amplia red de negociaciones bilaterales de libre comercio, siendo el TLCAN el elemento más importante de esta estrategia adoptada en los noventa por el presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).
A su vez, la liberalización unilateral de los ochenta se dio en tres fases: primero, entre 1982 y 1985 se inició la eliminación de los permisos previos de importación (en 1982 la totalidad de las importaciones estaban sujetas al requisito del permiso previo, para 1985 solamente lo estaban el 37.5 por ciento) y la disminución de la protección arancelaria (el arancel promedio pasó del 27 por ciento en 1982 al 25.5 por ciento en 1985); segundo, en 1986, y como parte de la decisión del gobierno del presidente De la Madrid de profundizar la reforma económica, la apertura comercial se aceleró (el arancel promedio pasó del 25.5 por ciento en 1985 al 22.6 por ciento en 1986, en tanto que las importaciones sujetas al requisito del permiso previo se redujeron al 30.9 por ciento), paralelamente el gobierno mexicano retomaba las negociaciones para adherirse al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT por sus siglas en inglés) que habían sido abortadas en 1979; tercero, en 1987, y para contribuir a disciplinar el nivel interno de precios, el Pacto de Solidaridad Económica redujo el arancel máximo a un nivel de 20 por ciento, simplificó la tarifa en solo cinco tasas: 0, 5, 10, 15 y 20 por ciento, y continuo disminuyendo la cobertura de las restricciones cuantitativas a la importación: el arancel promedio pasó del 22.6 por ciento en 1986 al 10 por ciento en 1987, en tanto que las importaciones sujetas al requisito del permiso previo disminuyeron al 27.5 por ciento. De manera tal que para 2004 solamente el 4.7 por ciento de las importaciones estaban sujetas al requisito del permiso previo, y el arancel promedio ascendía al 14.8 por ciento. Sin lugar a dudas, una liberalización comercial importante.


Así pues, la tecnocracia neoliberal ha venido desmantelando de manera paulatina al Estado de la industrialización sustitutiva en sus vertientes de Estado protector (aunque el Estado mexicano estableció a partir de 1985 una política librecambista, basada en la eliminación de las cuotas y en la reducción generalizada de los aranceles, en la incorporación al GATT, hoy OMC, y en la firma de tratados de libre comercio, el trato proporcionado a cada uno de los sectores, agentes y regiones económicas ha sido en gran parte arbitrario y su respectiva salvaguarda en los Tratados ha dependido de las relaciones de poder, de la existencia de grupos de presión y del activismo político), de productor de bienes básicos (el Estado ha renunciado progresivamente a la producción de bienes básicos, ya que privatizó las industrias del cobre y del acero. Si bien ha conservado la explotación del petróleo y la generación de electricidad por motivos de carácter histórico, político y social, esto no implica que renuncie a su privatización futura o a un cambio en su política de subsidio. 
En el caso del petróleo, las administraciones de De la Madrid y de Salinas se deshicieron de los productos con mayor rentabilidad y conservaron la producción de los que ésta es escasa. Los cambios legislativos transformaron artificialmente los productos rentables de primarios, estratégicos y no privatizables, en secundarios, no estratégicos y privatizables. Por lo que respecta a la energía eléctrica, el gobierno de Fox planteó la transparencia y reducción del subsidio al consumo doméstico de electricidad, mientras mantenía en la oscuridad, y sin expectativas de ser suprimido, el subsidio al fluido de uso industrial), de proveedor de infraestructura básica (las administraciones posteriores a 1982 comenzaron a privatizar y concesionar las carreteras, los ferrocarriles y los servicios más rentables del correo y los telégrafos. Se sanearon las empresas antes de venderlas, se privatizó de manera poco clara y no siempre con apego a la legislación; finalmente se instrumentaron programas de rescate cuando los proyectos privatizados fracasaron, pero sin recuperar la propiedad de las empresas. Ejemplos destacados de lo anterior fue la concesión y el rescate de las carreteras, y la reprivatización y el rescate de la banca. 
Al igual que en el modelo anterior, no siempre se utilizaron los criterios económicos que tanto se enarbolaron como justificación sino que se impusieron razones de carácter político), de banca de desarrollo (la banca de desarrollo se ha convertido en banca de segundo piso para ceder los sectores más rentables del mercado crediticio a los bancos privados y simultáneamente respaldar proyectos riesgosos con criterios de “eficiencia” económica. Ocasionalmente se han tenido que absorber los errores y las corruptelas tanto de las autoridades financieras como de algunos intermediarios financieros privados. 

 
Esta banca ha venido reduciendo tanto su cobertura como su participación y ha tenido que consolidarse perdiendo una parte importante de su impacto económico), de demandante de bienes y servicios (aunque el gobierno constituye todavía un mercado importante para múltiples empresas, en la actualidad se somete a los proveedores y contratistas a prácticas de licitación que han reducido, pero no evitado, las prácticas corruptas asociadas a la construcción de obras públicas. Asimismo, se ha abierto a los proveedores extranjeros que en muchos casos compiten con cierta ventaja con respecto a los nacionales. Si bien esto parece asegurar mayor economía y calidad, no siempre ha resultado positivo), de Estado de bienestar (el Estado de bienestar ha sido sustituido por un Estado “neoliberal” que dice atender a las señales del mercado; por tanto, privatiza los servicios más rentables y conserva los poco rentables o de larga recuperación. 
Al deshacerse de los más rentables, el Estado se priva de los ingresos necesarios para brindar con calidad y eficiencia los servicios de seguridad social, en especial de los de salud, educación y recreación. Estos pierden calidad y son abandonados por personas que pueden acceder a los servicios privados. La crisis presupuestaria y de calidad de los servicios del Estado de bienestar justifican su desaparición a los ojos de la sociedad. 
 
La derrota de los asalariados y la pérdida de los derechos sociales se presentan como algo “provechoso”), de regulador de mercados (el gobierno ha venido estableciendo una nueva reglamentación e institucionalidad que privilegia el aspecto normativo de la intervención sobre el aspecto positivo. La nueva institucionalidad se limita a proporcionar las condiciones necesarias para que las fuerzas del mercado operen de manera adecuada, aunque nunca se define del todo, el tipo de mercado ni sus participantes) y de control social (en teoría, el Estado mexicano continúa como “mediador” entre las clases sociales y como árbitro de última instancia entre los agentes económicos, los sectores productivos y regiones; sin embargo, su desempeño no ha sido del todo exitoso en los últimos tiempos. La ruptura del pacto social, la escisión de la izquierda priísta y su transformación en el PRD, el fracaso de la estrategia salinista de recomposición del PRI y, finalmente, la pérdida del poder político por el PRI, nos muestran que el nuevo bloque histórico no acaba de consolidarse, no existe todavía un pacto social claro, ni una hegemonía claramente establecida. El nuevo partido en el gobierno parece no asumir todavía su papel de partido en el poder y sigue actuando como de oposición, pese a que el Presidente sea de su mismo partido).
Desde esa perspectiva, la estructura de la oferta-demanda global nos deja entrever que bajo el nuevo modelo de crecimiento el comercio exterior juega un papel importante. Por un lado, las importaciones han ganado participación en la estructura de la oferta global y, por el otro, las exportaciones han aumentando su participación en la estructura de la demanda global. Hoy en día, las importaciones representan el 31 por ciento de la oferta global, en tanto que las exportaciones se acercan a una cifra semejante (28.2 por ciento) dentro de la estructura de la demanda global. Resulta interesante observar que el componente más dinámico de la oferta global lo han sido las importaciones de bienes y servicios (tasa de crecimiento compuesta anual del 2.4 por ciento entre 1993 y 2006), en tanto que dentro de la estructura de la demanda global lo han sido las exportaciones de bienes y servicios (tasa de crecimiento compuesta anual del 11.1 por ciento durante el mismo periodo).

¿Los objetivos de la liberalización comercial? Estimular las exportaciones no petroleras, frenar la inflación y promover la eficiencia económica; en tanto que la liberalización a los flujos de inversión extranjera se proponía coadyuvar al crecimiento económico, a cerrar el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, a estimular la competencia y a aumentar el acceso a nuevas tecnologías.

Reforma agraria


La reforma agraria mexicana ha sido un proceso complejo y prolongado. La reforma tuvo su origen en una revolución popular de gran envergadura, y se desarrolló durante una guerra civil. El Plan de Ayala, propuesto por Emiliano Zapata y adoptado en 1911, exigía la devolución a los pueblos de las tierras que habían sido concentradas en las haciendas. En 1912 algunos jefes militares revolucionarios hicieron los primeros repartos de tierras. En 1915 las tres fuerzas revolucionarias más importantes, el constitucionalismo, el villismo y el zapatismo, promulgaron las leyes agrarias. La atención al pedido generalizado de tierras se convirtió en condición de la pacificación y del restablecimiento de un gobierno nacional hegemónico: la constitución de 1917 incluyó el reparto de tierras en su artículo 27. Desde entonces, y con sucesivas adecuaciones hasta 1992, el reparto de tierras fue mandato constitucional y política del Estado mexicano. Dicho reparto sigue siendo prerrogativa del Estado si se concibe la reforma agraria como un concepto más amplio que la mera distribución de la propiedad.
Durante el largo período que se extiende de 1911 a 1992 se entregaron a los campesinos algo más de 100 millones de hectáreas de tierras, equivalentes a la mitad del territorio de México y a cerca de las dos terceras partes de la propiedad rústica total del país. Según las Resoluciones Presidenciales de dotación de tierras, se establecieron unos 30 000 ejidos y comunidades que incluyeron 3,1 millones de jefes de familia, aunque según el último Censo Agropecuario de 1991 se consideraron como ejidatarios y comuneros 3,5 millones de los individuos encuestados. Afines del siglo XX, la propiedad social comprendía el 70 por ciento de los casi 5 millones de propietarios rústicos y la mayoría de los productores agropecuarios de México.
Las cifras agregadas reflejan la amplitud del prolongado reparto institucional de las tierras, pero no hacen justicia al complejo papel de la reforma agraria a nivel de toda la nación. La estabilidad, gobernabilidad y desarrollo de México en el siglo XX se sustentaron en dicha reforma y permitieron la construcción de un país predominantemente urbano, industrial y dotado de un importante sector de servicios. Pero la reforma agraria no logró el bienestar sostenido de la población, y los individuos a los que llegó viven hoy en una pobreza extrema. El desarrollo rural y agropecuario fue incapaz de responder eficaz y equitativamente a la transformación demográfica y estructural del país.


CARACTERÍSTICAS DEL PROCESO REFORMISTA

La reforma agraria se desarrolló como un proceso de formación de unos minifundios cuya producción era insuficiente para satisfacer plenamente las necesidades de las familias campesinas. Los campesinos que luchaban por la obtención de tierras pedían tierras de cultivo, y querían conseguir la seguridad alimentaria y la autonomía mediante el consumo directo de alimentos básicos de producción propia.
En el primer período de la reforma agraria, que se extiende de 1920 a 1934, las tierras repartidas fueron un complemento del salario de los trabajadores rurales, un pegujal que debía proporcionar una base alimentaria, una vivienda y otros bienes para mejorar los ingresos que se obtuvieran de las haciendas y propiedades agroexportadoras, que eran el sector más dinámico de la economía mexicana. El reparto de las tierras se entendió entonces como un acto de justicia que elevaba el bienestar de los campesinos; pero su importancia para el desarrollo económico nacional no se tomó en consideración.
La inercia de la política minifundista del primer período de la reforma persistió. Diversas normas y ordenamientos establecieron las dimensiones de la superficie de la unidad de dotación de tierras: en 1922 la parcela individual para uso particular y disfrute familiar en los ejidos debía medir entre 3 y 5 hectáreas para las tierras de riego, o entre 4 y 6 hectáreas para las tierras de temporal. El Código Agrario de 1934 fijó estas dimensiones mínimas en 4 y 8 ha respectivamente; la relación de equivalencia era pues de 1:2. El Código Agrario de 1942 elevó el mínimo a 5 ha de tierras de riego, y la reforma constitucional de 1946 lo llevó a 10, sin que hubiese ampliación posterior. Sin embargo, estas medidas de dotación mínimas, que parecen estrechas, nunca se cumplieron. Hasta 1992, las Resoluciones Presidenciales reflejan la clasificación de las tierras en el momento en que fueron emitidas, y mencionan los siguientes promedios por beneficiario: 0,6 ha de tierras de riego, 4,2 ha de tierras de temporal, 18,6 ha de tierras de agostadero, 3,6 ha de tierras de monte, 0,4 ha de tierras desérticas y 7,1 ha de tierras indefinidas por un total de 34,5 ha. Las parcelas individuales sólo contenían las dos primeras categorías - de riego y de temporal (tierras cultivables) -, mientras que las demás eran para el disfrute comunitario. Un predio promedio de 5,4 ha tierras de temporal correspondía a un minifundio, y su dimensión permaneció invariada.
La crisis mundial de 1929 terminó con la aspiración de México de convertirse en un país agroexportador. La quiebra de las haciendas tradicionales remanentes, así como de algunas empresas modernas recientes, replanteó el papel de la reforma agraria en la economía nacional.


La expropiación de las empresas petroleras extranjeras en 1938 encaminó al país hacia el desarrollo industrial. Se asignó al sector reformado del campo la función de abastecer de alimentos suficientes y a precios bajos a la creciente población urbana.
El autoconsumo, privilegiado durante la etapa pegujalera, tuvo un papel subordinado respecto al objetivo de abastecer unos mercados controlados por el Estado. Un conjunto de empresas públicas o paraestatales se fue estableciendo para promover la participación de los ejidos en los mercados y en la autosuficiencia alimentaria. Las empresas constructoras de infraestructuras de irrigación, las empresas financieras, las empresas aseguradoras rurales, los monopolios comerciales del Gobierno, las empresas públicas de fertilizantes, maquinaria y semillas, y una multitud de dependencias de servicios tejieron una red que dirigía, financiaba, distribuía y comercializaba la producción del sector reformado. El intervencionismo gubernamental se volvió la fuerza más poderosa de la economía rural mexicana. La producción de algodón - las exportaciones algodoneras fueron el sector agrícola más dinámico y redituable entre 1940 y 1970 - constituyó una excepción ya que generalmente quedó bajo el control de empresas privadas extranjeras.

EL PAPEL DE LA LEGISLACIÓN AGRARIA

La subordinación al Gobierno del sector reformado tenía un poderoso apoyo en la legislación agraria. Las tierras que se entregaban en usufructo permanecían como propiedad de la nación por concesión a una corporación civil: el ejido o la comunidad. El ejido, entidad dotada de personalidad jurídica, asamblea de socios y autoridades representativas, era también la autoridad pública encargada de vigilar el cumplimiento de la concesión. Las parcelas que se entregaban para disfrute particular a los ejidatarios quedaban sujetas a condiciones restrictivas: la tierra debía ser cultivada personalmente por el titular, no podía mantenerse ociosa, venderse, alquilarse ni usarse como garantía; era inalienable pero podía ser heredada por un sucesor escogido por el titular siempre que no hubiese sido fragmentada. El incumplimiento de estas condiciones implicaba sanciones que anulaban sin compensación los derechos de goce de la parcela y la pertenencia al ejido.
El sujeto legal y social del reparto de las tierras era el ejido, una sociedad o corporación civil que podía trasmitir a sus integrantes unos derechos individuales precarios. Correspondía a la asamblea ejidal tomar las decisiones fundamentales, pero dicha asamblea solo podía reunirse luego de haber sido convocada por las dependencias agrarias del gobierno, y debía ser validada por la presencia de funcionarios públicos. Cuando ocurría una privación de derechos agrarios, correspondía a la autoridad agraria federal asignar tales derechos a otro solicitante de tierras.
La subordinación formal y jurídica del ejido al Presidente de la República - fundamentada constitucionalmente en una concesión de poderes extraordinarios en materia agraria - podía ejercerse de manera limitada. En 1940 había más de 1,5 millones de ejidatarios, número que excedía la capacidad de control y vigilancia de las autoridades. Se toleró en algunos casos importantes el arrendamiento, la aparcería y la venta de parcelas entre ejidatarios y sus descendientes, así como la herencia fragmentada de parcelas ejidales, lo que agudizó el fenómeno minifundista. Pero el vínculo de subordinación legal del ejido permanecía, y se usaba cuando era necesario o resultaba conveniente.
Otro elemento que fortaleció el intervencionismo y el dirigismo estatales en el sector reformado fueron los prolongados trámites de ampliación de las tierras para permitir que nuevas generaciones de campesinos se incorporasen a las labores agrícolas. Estos trámites requerían más de diez años desde la solicitud de dotación hasta la correspondiente emisión de la Resolución Presidencial. La subordinación jurídica y económica del sector reformado al gobierno federal, o más precisamente al Presidente de la República, siempre tuvo un signo político.

  

El ejido, sociedad usufructuaria de la tierra, adquirió nuevas dimensiones como instancia política, demandante de servicios públicos, conjunto social y entidad organizadora del desarrollo rural y de la identidad comunitaria. Además de cumplir con sus funciones iniciales de repartición de las tierras, el ejido arraigó como institución sólida de la organización rural mexicana, presentando aspectos democráticos y residuos de una ideología igualitaria o solidaria. Empero, en muchos casos que no lo invalidan, el ejido no tuvo esta orientación positiva y quedó sometido a los intereses particulares.

LA MARGINALIZACIÓN PROGRESIVA DEL SECTOR REFORMADO

De resultas del crecimiento explosivo de la población mexicana durante el siglo XX, además de otros factores estructurales, el sector rural reformado quedó relegado a una posición cada vez más marginal. La población rural equivalía en 1960 a la mitad de la población del país; poco más del 50 por ciento de la población encontraba ocupación en las labores agropecuarias. Esta proporción descendió al 25 por ciento en el año 2000. En ese año, más de la mitad de la población nacional vivía en ciudades de más de 100 000 habitantes, y el 75 por ciento de la población estaba empleado en los sectores secundario y terciario de la economía. La urbanización de la población estaba avanzada y era irreversible, pero quedaba una importante minoría campesina en condiciones de pobreza extrema, rezago y frustración. El progreso tocó marginalmente el campo pero no arraigó en él.
Entre 1940 y 1965 el crecimiento de la producción agropecuaria superó al crecimiento de la población nacional debido principalmente a la incorporación al cultivo y al uso agropecuario de las tierras que habían sido repartidas. El riego, el crédito, la mecanización, el uso de insumos agroquímicos, y en especial los precios administrados y la compra de las cosechas por el Gobierno - elementos en los que se hizo patente la diligencia del Estado -, pesaron menos que el esfuerzo de los campesinos por extender los cultivos hasta las fronteras de las tierras reformadas. En este período fue fundamental el autoconsumo de las familias campesinas de alimentos producidos con un alto coeficiente de mano de obra y escasos insumos comerciales. La producción de autoconsumo aportaba no sólo seguridad alimentaria sino también autonomía para reproducir las condiciones de existencia tradicionales. Importante era el ingreso monetario obtenido sobre todo por la venta de la fuerza de trabajo; pero la proporción de los alimentos comprados con ese ingreso era relativamente pequeña y menor de la que se obtenía con el autoconsumo: la reforma agraria minifundista y pegujalera había cumplido aparentemente su propósito.
Las tierras aptas para el cultivo fueron escaseando y cada vez daban rendimientos más bajos; ello se debía a la falta de humedad, al excesivo número de tierras en pendiente, a la vulnerabilidad a las plagas, y a riesgos relacionados con la incorporación de tierras marginales. En el presupuesto de los productores campesinos, la proporción de los alimentos de autoconsumo descendió respecto al gasto monetario. Se integraron a la lista de consumos fertilizantes e insecticidas que compensaban la pérdida de fertilidad de las tierras; herramientas, gastos en concepto de transportes, medicinas y otros bienes y servicios que se adquirían en el mercado.


El sector de la producción rural, administrado y financiado por el Estado, ocupaba un lugar estratégico, pero era pequeño y tenía pocas posibilidades financieras y técnicas de expansión, y no conseguía abarcar a la gran masa campesina del sector reformado. Los costos crecientes de las obras, subsidios e incluso privilegios no podían ampliarse de manera significativa. El financiamiento público sólo benefició al 15 por ciento de los productores sociales con unos créditos de avío que apenas cubrían parte del costo del ciclo agrícola anual. El sector de la propiedad privada, que especulaba en el sector rural con cultivos exportables como el algodón o la ganadería, obtenía rentas extraordinarias de los subsidios públicos pero no invertía en capital fijo. Los propietarios privados de la tierra alegaban la falta de seguridad para invertir en una situación de reparto agrario permanente y de conflictos crecientes por la tierra.
A partir de 1970, la desigualdad del sector reformado era evidente. Dependiendo de la época, de la localización geográfica y de la correlación de las fuerzas políticas, los ejidos fueron dotados tierras de extensiones y calidades diversas. Además de la desigualdad física, en los ejidos había situaciones de iniquidad como consecuencia de herencias, matrimonios y compras de parcelas ilegales pero toleradas.
El igualitarismo propugnado por las leyes no pudo mantenerse en el tiempo. Según la certificación posterior a la reforma de 1992 del 70 por ciento de los derechos ejidales, el 50,1 por ciento de los ejidatarios poseía parcelas de un promedio de 2,8 ha y controlaba apenas el 14,7 por ciento de la superficie parcelada total; el 1,2 por ciento de los ejidatarios poseía un promedio de 124 ha de tierras parceladas y más tierras que la mitad de los ejidatarios que poseía las parcelas más pequeñas; y las tres cuartas partes de los ejidatarios poseían parcelas de superficie inferior a la mitad del promedio nacional. Entre los propietarios privados la desigualdad era todavía mayor que en el sector de la propiedad social. Estos resultados negativos se moderarían si se tomara en cuenta la calidad de la tierra, pero persistiría aun una grave desigualdad.
La desigualdad se agudizó debido a la fragmentación de las parcelas ejidales. En promedio a nivel de la nación, cada ejidatario dividía su parcela en dos parcelas distintas, a veces distantes entre sí. El 50 por ciento de los ejidatarios poseía una sola parcela; el 25 por ciento, dos; el 12,8 por ciento, 5,3; y el 12 por ciento, tres. La fragmentación de las parcelas en el sector de la propiedad social era la causa de que un gran número de parcelas se consideraran técnicamente como minifundios.
El envejecimiento de los agricultores del sector de la propiedad social agravó las situaciones que resultaban de la desigualdad y fragmentación de los predios. La mitad de los ejidatarios certificados tenía más de cincuenta años de edad, y la cuarta parte del total más de 65. La carencia de un sistema de seguridad social y de pensiones para los trabajadores del campo convertía la parcela en el único patrimonio para enfrentar las necesidades de la vejez; por consiguiente, el manejo de ese patrimonio ha sido fundamentalmente conservador. La herencia o sucesión se recibe en México en torno a los 50 años, que es la edad umbral en que inicia el manejo conservador del patrimonio.
Tradicionalmente, en el campo convivían dos generaciones. El aumento de la esperanza promedio de vida introdujo una tercera generación, que ha competido con la de sus padres por la herencia de la generación mayor. La coexistencia de estas generaciones también ha afectado a la estructura de la unidad de producción y consumo campesina y a los métodos de trabajo y de transmisión del conocimiento.
Las escasas dimensiones de los predios cultivables por unidad familiar, su fragmentación, la insuficiente calidad de la tierra y el alto riesgo económico de las actividades agrícolas han conducido a la actual administración a considerar que de los 4 millones de explotaciones agropecuarias del país sólo un millón pueden ser viables como empresas comerciales. De estas, 700 000 necesitan un apoyo considerable y prolongado para convertirse en empresas comerciales, y 3 millones deberían ser objeto de «atención social» debido a que no consiguen consolidarse como empresas agropecuarias. Estos factores han erosionado el funcionamiento del sector primario y del sector reformado a partir de la década de 1960. Entre 1964 y 1970, el Gobierno realizó un esfuerzo postrero para completar el reparto de las tierras del sector agrario. Sin embargo, el carácter autoritario de las políticas, la burocracia y la falta de alternativas para la población rural impidieron que los campesinos y otras fuerzas sociales adoptasen los planes propuestos. El movimiento estudiantil de 1968, que confrontó al Gobierno con las clases urbanas medias emergentes, obligó a convocar al sector social campesino para garantizar la paz y la sucesión presidencial. A cambio, se ofreció al sector agrario la continuación del reparto de las tierras, a pesar de que comenzaba a ser manifiesto que la política de redistribución de tierras había sido ineficaz para alcanzar la justicia y el bienestar, y que, por el contrario, había agudizado los conflictos políticos agrarios, la incertidumbre y la precariedad.
Las repetidas crisis económicas nacionales hicieron que disminuyese el intervencionismo público y que los inversionistas privados se retirasen del sector primario. El campo mexicano se descapitalizó y la pobreza extrema se concentró en él. Desde 1965 el crecimiento del producto agropecuario fue en promedio inferior al aumento de la población nacional y, en algunos años, fue incluso inferior al aumento de la población rural. A pesar de los cambios en la estructura de la producción agraria, el suministro nacional de alimentos registró un déficit. Desde 1970, en promedio cerca de la tercera parte del consumo aparente de granos básicos se ha cubierto con importaciones. La importancia relativa de las exportaciones agropecuarias en la balanza comercial ha disminuido. Afines del siglo XX un poco más de la quinta parte de la fuerza de trabajo nacional dedicada a la producción agropecuaria aportaba apenas un 5 por ciento del producto interno bruto: esta cifra refleja la pobreza de los trabajadores del campo, la aguda desigualdad existente en el sector rural, y la situación marginal del sector rural en la economía y la política nacionales. El 57 por ciento de la población rural vive hoy en condiciones de pobreza extrema, que es la forma de pobreza que pone en riesgo la salud y las capacidades de desarrollo del individuo. Las tres cuartas partes de las personas más pobres viven en localidades agrarias de menos de 15 000 habitantes.


LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1992

El deterioro progresivo pero acelerado del sector rural se prolongó hasta 1992, cuando fue posible alcanzar un consenso suficiente, aunque distante de la unanimidad, para reorientar y dar dinamismo al desarrollo rural, y combatir la pobreza, el atraso y la marginación. La primera etapa ese proyecto de reorientación de largo alcance fue la reforma del artículo 27 Constitucional en materia agraria, así como las leyes reglamentarias derivadas. La nueva versión del artículo se promulgó el 6 de enero de 1992, y unos meses más tarde se promulgó la Ley Agraria y la Ley Forestal. Sin embargo, la crisis política de 1994 y la crisis económica de 1995 retrasaron o suspendieron la aplicación de los programas compensatorios y, lo que era más importante, de una reforma institucional que no sólo era complemento sino condición de la reforma integral de gran alcance. La reforma quedó inconclusa; sus metas sociales y económicas no se alcanzaron. Pese a estas limitaciones, la reforma produjo efectos positivos que conviene analizar.
La reforma constitucional de 1992 partía de un principio, enunciado en la Exposición de Motivos del Poder Ejecutivo, que recibió poca atención: a saber, que la iniciativa y la libertad para promover el desarrollo rural pasaban a manos de los productores rurales y sus organizaciones. La reforma invertía el enfoque previo que otorgaba al Estado y al Gobierno la facultad de planear y dirigir la producción en las zonas rurales. El Presidente de la República perdía las facultades extraordinarias relativas al reparto de la tierra como proceso administrativo, las cuales le habían permitido intervenir directamente en las decisiones internas de los ejidos. La nación dejaba de ser propietaria jurídica de las tierras sociales, y la propiedad de éstas pasaba a los ejidos. Los ejidos, en su calidad de sociedades propietarias de las tierras, no quedaban subordinados a las autoridades gubernamentales. La asamblea ejidal, autoridad suprema de unos ejidos reformados, gozaba de autonomía y era independiente respecto a cualquier intervención gubernamental. El valor de la tierra como capital se transfería del Estado a los núcleos ejidales para su uso y disfrute, incluida la comercialización. La justicia agraria se trasladaba a los tribunales agrarios ordinarios, y el poder ejecutivo perdía sus facultades jurisdiccionales. Se rompía así el vínculo tutelar entre el Estado y los campesinos; y los productores rurales, dotados de un capital territorial, fueron libres de manejar su propio desarrollo.
La otra vertiente del principio toral fue la de la justicia, porque correspondía al Estado y a sus instituciones no solo vigilar el cumplimiento de la ley sino crear las condiciones y dar el estímulo para que la libertad de los productores pudiera ejercerse plenamente. Para enfrentar los problemas de la pobreza, desigualdad y atraso de la mayoría de los productores minifundistas, la reforma proponía impulsar unos programas compensatorios orientados a la igualdad de oportunidades en el sector rural. Se creó la Procuraduría Agraria, una institución pública dotada de autonomía técnica para asistir, representar y arbitrar la solución de los problemas agrarios, y se otorgó prioridad a los sujetos de la propiedad social al recibir sus servicios.
El reparto agrario, entendido como una obligación del Estado, había cumplido su propósito después de 75 años. El ejido, sociedad de propietarios de tierras, permaneció como sujeto jurídico de la propiedad social. A través de la decisión mayoritaria de sus socios, reunidos en asamblea con facultades especiales, el ejido podía vender la tierra de uso común, arrendarla, aportarla como capital a una sociedad mercantil, usarla como garantía hipotecaria, o decidir su explotación colectiva. El ejido podía incluso disolverse o adoptar la forma de una comunidad agraria con objeto de conseguir una mayor protección. La asamblea también podía autorizar a sus socios particulares a enajenar las parcelas de uso individual a personas no miembros del ejido. La cesión onerosa o gratuita de los derechos ejidales entre los socios ejidatarios, sus sucesores o avecindados no requería autorización de la asamblea; bastaba solo que ésta fuese notificada del acto. La asamblea no podía imponer condiciones restrictivas a las parcelas ejidales ni incautarlas por ociosidad de aprovechamiento.
El ejido mantuvo su estructura histórica y su importancia como sujeto de la propiedad social, pero se normaron las relaciones entre sus socios, a quienes se concedieron derechos explícitos sobre sus parcelas y sobre su participación en la tenencia de las tierras comunes. La tierra ejidal no se podía privatizar, aunque se podía llegar a la privatización de las parcelas individuales después de un procedimiento cuidadoso.
La reforma favoreció la circulación de la tenencia de la tierra y la formación de un mercado de tierras, pero mantuvo la propiedad social con salvaguardas especiales para evitar despojos y concentración. Se prohibió el latifundio, y las tierras excedentes debían ser enajenadas por el propietario o la autoridad. Los límites máximos de la propiedad particular individual, establecidos en 1946, se mantuvieron; pero a diferencia de lo estipulado por la legislación anterior, se pudieron crear, con propósitos agropecuarios, sociedades mercantiles dotadas de tierras de una extensión 25 veces superior a las tierras de propiedad particular individual.



LOS EFECTOS DE LA REFORMA: ELEMENTOS PARA UNA AGENDA DE TRABAJO

Desde 1992, el crecimiento de la producción agropecuaria ha sido equivalente al crecimiento de la población, que ha descendido al 1,5 por ciento anual. El índice de crecimiento de la producción ha sido insuficiente para frenar el deterioro del sector agropecuario y acabar con la pobreza. Las exportaciones agropecuarias han crecido aceleradamente aprovechando las ventajas proporcionadas por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La producción nacional de cereales y plantas oleaginosas no ha descendido aunque su estructura se ha modificado a causa del abandono de los cultivos no competitivos.
El capital privado externo o de otros sectores no se ha invertido en gran escala en la producción agropecuaria debido a la falta de incentivos, y los porcentajes de ganancia no han resultado atractivos. La privatización abusiva y el restablecimiento de los latifundios por las grandes empresas no han tenido lugar. Se crearon unas diez empresas agropecuarias mercantiles, que no prosperaron; dos de ellas se asociaron a distintas formas de propiedad. La privatización de las tierras ejidales ha sido inferior al 1 por ciento de las tierras de propiedad social. Las tierras privatizadas se han incorporado casi siempre al sector urbano en desarrollo, del cual los ejidos han obtenido enormes plusvalías.
La transmisión de los derechos ejidales, no siempre registrada a pesar de su carácter legal, parece haber aumentado ligeramente. En una situación de mayor seguridad, ha habido señales de un modesto proceso de capitalización que los propietarios rurales sociales o privados han llevado a cabo con sus propios ahorros.
Aparentemente, el mercado de tierras no ha conocido progresos. Para que ese mercado tuviese auge habría sido necesario poner un término a los títulos y registros de propiedad no fiables. Desde 1993, el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE) ha expedido a los ejidos y a cada uno de los parceleros unos certificados que son conformes a los requisitos de calidad jurídica y cartográfica. Hasta el año 2000, el Programa había logrado la certificación de casi el 80 por ciento de los ejidos del país, pero a nivel regional los progresos seguían siendo desiguales.
La reforma agraria mexicana ha tenido, desde sus orígenes, un sesgo «machista»: solo los hombres eran sujetos de dotación agraria, y solo sus viudas podían ser titulares de tierras. Pese a esta restricción jurídica, las mujeres constituían, por herencia y por otros mecanismos, casi la quinta parte del total de los ejidatarios titulares en la década de 1990. La reforma de 1992 no estableció distinción de género en materia de propiedad agraria. El creciente proceso de feminización de la agricultura minifundista (los varones encontraban empleo como peones u obreros fuera del predio familiar) ha incrementado la proporción de mujeres dotadas de derechos agrarios, en la medida en que las leyes ya no impedían o penalizaban dicho proceso. Ha comenzado quizá una etapa en que la mujer predomina en la propiedad y en la explotación de los minifundios, y en que la obtención de un complemento a los ingresos familiares constituirá, en el siglo XXI, un nuevo pegujal.
En 1994, como medida complementaria a la reforma constitucional, se creó el Programa de Apoyos Directos al Campo (PROCAMPO), un programa de pagos directos a los productores de granos básicos en base a la superficie cultivada. Este programa de compensación de desventajas estructurales brindó por primera vez un apoyo a los minifundistas que no habían podido tener acceso a los mercados porque consumían íntegramente su propia producción. El número de minifundios que se han beneficiado con el programa ha sido estimado en 2,5 millones. PROCAMPO invirtió los sistemas anteriores que subvencionaban los precios de los productos comercializados, y beneficiaban únicamente a los productores comerciales más grandes.

 

En 1997 se creó el Programa de Educación, Salud y Alimentación (PROGRESA), un programa de transferencias directas en beneficio de las familias rurales pobres que alcanza a 2,5 millones de familias, la mayoría de ellas de campesinos minifundistas. Gracias a estos apoyos directos, los campesinos y demás personas pobres del campo han podido hacer frente, sufriendo pérdidas menores que otros sectores, a los devastadores efectos de la crisis económica de 1995.
Sin embargo, los objetivos de los dos programas mencionados eran mucho más amplios, porque intentaban crear una base de justicia para los habitantes del campo mediante la progresividad de los subsidios públicos a la producción. Anteriormente, la desigual distribución de los subsidios había sido causa de injusticia.
Desde 1995, la crisis económica, los recortes presupuestarios y la inflación han afectado a los sistemas de apoyo universales directos. Estos apoyos no lograron sustituir íntegramente a los subsidios de precios extraordinarios de los productos comercializados exigidos por los grupos económicos más poderosos y políticamente influyentes. Los subsidios extraordinarios se siguieron otorgando en número similar o superior al de los apoyos directos. El sistema de apoyos y subsidios públicos al sector rural, la otra faz de la reforma constitucional, quedó a medio camino entre la inercia y la reforma.
En la misma situación quedó la reforma institucional. La reforma constitucional creó instituciones como los Tribunales Agrarios, la Procuraduría Agraria y el Registro Agrario Nacional, pero al igual que en la mayoría de las instituciones de promoción y fomento, las inercias persistieron. El sistema de financiamiento público rural, que técnicamente estaba en quiebra, fue desmantelado para ser reorganizado posteriormente; este proceso aún no ha culminado. El aparato institucional y su burocracia no han seguido el ritmo de las nuevas normas legales ni se han adaptado al espíritu de la reforma. Persiste un centralismo de carácter autoritario y paternalista.

 


CONCLUSIÓN
Aún no es posible hacer un balance de una reforma muy reciente, afectada por una crisis económica profunda y por la alternancia política del Gobierno. La reforma presenta signos alentadores pero no está exenta de incertidumbre y señales de alarma. Los conflictos agrarios han sido menos frecuentes e intensos, aunque persisten focos aislados de riesgo en regiones indígenas, donde los conflictos se utilizan como instrumento para la satisfacción de otras demandas. Aparentemente se ha detenido el deterioro económico del sector agropecuario, aunque su crecimiento ha sido modesto e insuficiente para compensar los atrasos acumulados. Los ingresos y el nivel de vida de la mayor parte de los sectores más pobres del campo no han disminuido, aunque las aspiraciones y las expectativas creadas por las reformas distan de haberse realizado.
Hay desaliento, confusión e incertidumbre entre los productores rurales; y pese a la movilización reciente de las organizaciones rurales, las instituciones públicas se han mostrado indiferentes o ineficaces al atender sus peticiones.
En la opinión y en los debates sobre cuestiones nacionales, el campo no ha tenido prioridad; los partidos políticos no han formulado propuestas claras y alternativas posibles, y la opinión sólo ha reaccionado ante desastres o enfrentamientos. El debate legislativo sobre el campo ha sido escaso, y ha omitido considerar el problema central: que sin un auténtico desarrollo rural sostenible que combata la pobreza y el atraso no podrá haber en México un progreso económico y democrático. Las soluciones de mediano plazo sólo serán posibles si se logran de inmediato los acuerdos nacionales y se inician los programas que ponganfin a una reforma inconclusa y quizá imperfecta.