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viernes, 31 de julio de 2015

Apertura comercial de 1986

La crisis de la deuda de 1982 fue resultado del acelere echeverrista y lopezportillista, de la caída de los precios mundiales del petróleo (ya que la economía mexicana dependía mucho del hidrocarburo para su crecimiento: para 1982, las exportaciones petroleras representaban el 72 por ciento del total de las exportaciones) y del incremento de las tasas de interés internacionales (ya que durante el sexenio lopezportillista fue adquiriendo cada vez mayor importancia la deuda externa a tasa variable: 70 por ciento del total de la deuda en 1981); y para el pensamiento económico conservador, resultado, sobre todo, del esquema de industrialización sustitutiva que “… condujo a acelerar la inflación y a agravar los déficit fiscales y de balanza de pagos, a desestimular a los sectores competitivos exportadores, a alentar la formación de monopolios internos, a perjudicar el avance tecnológico y productivo y a lesionar el bienestar y la soberanía de los agentes económicos”.

O como también lo expresa José Luis Calva:
“… La "estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones" fue convertida por la tecnocracia neoliberal en una suerte de leyenda negra, según la cual dicha estrategia hizo surgir una planta fabril ineficiente, poco articulada en su interior e incapaz de cubrir con sus exportaciones el importe de sus bienes de capital e insumos importados, originando la dependencia del ahorro externo que desembocó en la crisis financiera de 1982”.
Por tanto, la política económica del nuevo gobierno, el de Miguel de la Madrid (1982-1988) que inició el primero de diciembre del depresivo año de 1982, planteó, dentro de la reforma estructural de orientación de mercado, fomentar la competitividad externa de la economía a partir de la liberalización del comercio exterior. En pocas palabras, el gobierno de Miguel de la Madrid “se propuso elevar la eficiencia competitiva de la industria nacional e impulsar las exportaciones manufactureras, a fin de generar ingresos de divisas suficientes para cubrir el valor de nuestras importaciones manufactureras, superando de este modo la necesidad permanente de financiamiento externo (…) La tecnocracia neoliberal procedió a liberalizar de manera unilateral y abrupta nuestro comercio exterior y a suprimir la mayoría de los instrumentos de fomento sectorial, a fin de que los agentes privados y las fuerzas espontáneas del mercado optimizaran la asignación de recursos, al tiempo que la exposición a la competencia externa obligaría a los empresarios mexicanos a introducir cambios tecnológicos y a elevar aceleradamente la productividad. Como señaló el primer presidente neoliberal de México: “Seguimos un intenso proceso de racionalización de la protección comercial para inducir mayor eficiencia y competitividad de nuestra economía nacional” (MMH, Quinto Informe de Gobierno, 1987)”.


De esa manera, para la economía conservadora las estructuras productivas y financieras de la economía mexicana, como de otras economías latinoamericanas, debían responder a la racionalidad económica de los mercados mundiales y, por tanto, había que desmantelar la industrialización sustitutiva; es decir, abrir la economía a la competencia internacional para, a través de la especialización, inducir economías de escala que hicieran posible la desaceleración de la inflación y la recuperación del crecimiento económico que posteriormente se mantendría alto y sostenido.

Adicionalmente a la apertura comercial, y a fin de sentar a la economía mexicana sobre bases sanas, se contempló, dentro de la mencionada reforma estructural, disminuir la intervención del Estado en la economía que había alcanzado preeminencia inusitada bajo los gobiernos “intervencionistas” de Echeverría (1970-1976) y de José López Portillo (1976-1982).
Esquemáticamente, en el corto plazo el objetivo principal consistía en controlar la inflación y en reducir el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos; en tanto que los objetivos de mediano plazo eran abrir la economía al exterior y disminuir la participación del Estado en la economía.

De manera específica, la liberalización comercial en México ha consistido en la eliminación, gradual primero y acelerada después, de los premisos previos de importación, de los aranceles y de los precios de referencia oficiales (PRO) para las importaciones. Para Jaime Zabludovsky, que fungió como subjefe para la negociación del TLCAN entre 1990 y 1993, la apertura comercial de México, parte medular e importante de la reforma de su sector externo, se ha dado en dos grandes etapas: en una primera etapa, que va de 1983 a 1990, la liberalización comercial se dio de manera unilateral, es decir, sin reciprocidad alguna por parte de los principales socios comerciales del país; en tanto que en una segunda etapa, que inicia en la década de los noventa, la apertura comercial ha descansado en una amplia red de negociaciones bilaterales de libre comercio, siendo el TLCAN el elemento más importante de esta estrategia adoptada en los noventa por el presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).
A su vez, la liberalización unilateral de los ochenta se dio en tres fases: primero, entre 1982 y 1985 se inició la eliminación de los permisos previos de importación (en 1982 la totalidad de las importaciones estaban sujetas al requisito del permiso previo, para 1985 solamente lo estaban el 37.5 por ciento) y la disminución de la protección arancelaria (el arancel promedio pasó del 27 por ciento en 1982 al 25.5 por ciento en 1985); segundo, en 1986, y como parte de la decisión del gobierno del presidente De la Madrid de profundizar la reforma económica, la apertura comercial se aceleró (el arancel promedio pasó del 25.5 por ciento en 1985 al 22.6 por ciento en 1986, en tanto que las importaciones sujetas al requisito del permiso previo se redujeron al 30.9 por ciento), paralelamente el gobierno mexicano retomaba las negociaciones para adherirse al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT por sus siglas en inglés) que habían sido abortadas en 1979; tercero, en 1987, y para contribuir a disciplinar el nivel interno de precios, el Pacto de Solidaridad Económica redujo el arancel máximo a un nivel de 20 por ciento, simplificó la tarifa en solo cinco tasas: 0, 5, 10, 15 y 20 por ciento, y continuo disminuyendo la cobertura de las restricciones cuantitativas a la importación: el arancel promedio pasó del 22.6 por ciento en 1986 al 10 por ciento en 1987, en tanto que las importaciones sujetas al requisito del permiso previo disminuyeron al 27.5 por ciento. De manera tal que para 2004 solamente el 4.7 por ciento de las importaciones estaban sujetas al requisito del permiso previo, y el arancel promedio ascendía al 14.8 por ciento. Sin lugar a dudas, una liberalización comercial importante.


Así pues, la tecnocracia neoliberal ha venido desmantelando de manera paulatina al Estado de la industrialización sustitutiva en sus vertientes de Estado protector (aunque el Estado mexicano estableció a partir de 1985 una política librecambista, basada en la eliminación de las cuotas y en la reducción generalizada de los aranceles, en la incorporación al GATT, hoy OMC, y en la firma de tratados de libre comercio, el trato proporcionado a cada uno de los sectores, agentes y regiones económicas ha sido en gran parte arbitrario y su respectiva salvaguarda en los Tratados ha dependido de las relaciones de poder, de la existencia de grupos de presión y del activismo político), de productor de bienes básicos (el Estado ha renunciado progresivamente a la producción de bienes básicos, ya que privatizó las industrias del cobre y del acero. Si bien ha conservado la explotación del petróleo y la generación de electricidad por motivos de carácter histórico, político y social, esto no implica que renuncie a su privatización futura o a un cambio en su política de subsidio. 
En el caso del petróleo, las administraciones de De la Madrid y de Salinas se deshicieron de los productos con mayor rentabilidad y conservaron la producción de los que ésta es escasa. Los cambios legislativos transformaron artificialmente los productos rentables de primarios, estratégicos y no privatizables, en secundarios, no estratégicos y privatizables. Por lo que respecta a la energía eléctrica, el gobierno de Fox planteó la transparencia y reducción del subsidio al consumo doméstico de electricidad, mientras mantenía en la oscuridad, y sin expectativas de ser suprimido, el subsidio al fluido de uso industrial), de proveedor de infraestructura básica (las administraciones posteriores a 1982 comenzaron a privatizar y concesionar las carreteras, los ferrocarriles y los servicios más rentables del correo y los telégrafos. Se sanearon las empresas antes de venderlas, se privatizó de manera poco clara y no siempre con apego a la legislación; finalmente se instrumentaron programas de rescate cuando los proyectos privatizados fracasaron, pero sin recuperar la propiedad de las empresas. Ejemplos destacados de lo anterior fue la concesión y el rescate de las carreteras, y la reprivatización y el rescate de la banca. 
Al igual que en el modelo anterior, no siempre se utilizaron los criterios económicos que tanto se enarbolaron como justificación sino que se impusieron razones de carácter político), de banca de desarrollo (la banca de desarrollo se ha convertido en banca de segundo piso para ceder los sectores más rentables del mercado crediticio a los bancos privados y simultáneamente respaldar proyectos riesgosos con criterios de “eficiencia” económica. Ocasionalmente se han tenido que absorber los errores y las corruptelas tanto de las autoridades financieras como de algunos intermediarios financieros privados. 

 
Esta banca ha venido reduciendo tanto su cobertura como su participación y ha tenido que consolidarse perdiendo una parte importante de su impacto económico), de demandante de bienes y servicios (aunque el gobierno constituye todavía un mercado importante para múltiples empresas, en la actualidad se somete a los proveedores y contratistas a prácticas de licitación que han reducido, pero no evitado, las prácticas corruptas asociadas a la construcción de obras públicas. Asimismo, se ha abierto a los proveedores extranjeros que en muchos casos compiten con cierta ventaja con respecto a los nacionales. Si bien esto parece asegurar mayor economía y calidad, no siempre ha resultado positivo), de Estado de bienestar (el Estado de bienestar ha sido sustituido por un Estado “neoliberal” que dice atender a las señales del mercado; por tanto, privatiza los servicios más rentables y conserva los poco rentables o de larga recuperación. 
Al deshacerse de los más rentables, el Estado se priva de los ingresos necesarios para brindar con calidad y eficiencia los servicios de seguridad social, en especial de los de salud, educación y recreación. Estos pierden calidad y son abandonados por personas que pueden acceder a los servicios privados. La crisis presupuestaria y de calidad de los servicios del Estado de bienestar justifican su desaparición a los ojos de la sociedad. 
 
La derrota de los asalariados y la pérdida de los derechos sociales se presentan como algo “provechoso”), de regulador de mercados (el gobierno ha venido estableciendo una nueva reglamentación e institucionalidad que privilegia el aspecto normativo de la intervención sobre el aspecto positivo. La nueva institucionalidad se limita a proporcionar las condiciones necesarias para que las fuerzas del mercado operen de manera adecuada, aunque nunca se define del todo, el tipo de mercado ni sus participantes) y de control social (en teoría, el Estado mexicano continúa como “mediador” entre las clases sociales y como árbitro de última instancia entre los agentes económicos, los sectores productivos y regiones; sin embargo, su desempeño no ha sido del todo exitoso en los últimos tiempos. La ruptura del pacto social, la escisión de la izquierda priísta y su transformación en el PRD, el fracaso de la estrategia salinista de recomposición del PRI y, finalmente, la pérdida del poder político por el PRI, nos muestran que el nuevo bloque histórico no acaba de consolidarse, no existe todavía un pacto social claro, ni una hegemonía claramente establecida. El nuevo partido en el gobierno parece no asumir todavía su papel de partido en el poder y sigue actuando como de oposición, pese a que el Presidente sea de su mismo partido).
Desde esa perspectiva, la estructura de la oferta-demanda global nos deja entrever que bajo el nuevo modelo de crecimiento el comercio exterior juega un papel importante. Por un lado, las importaciones han ganado participación en la estructura de la oferta global y, por el otro, las exportaciones han aumentando su participación en la estructura de la demanda global. Hoy en día, las importaciones representan el 31 por ciento de la oferta global, en tanto que las exportaciones se acercan a una cifra semejante (28.2 por ciento) dentro de la estructura de la demanda global. Resulta interesante observar que el componente más dinámico de la oferta global lo han sido las importaciones de bienes y servicios (tasa de crecimiento compuesta anual del 2.4 por ciento entre 1993 y 2006), en tanto que dentro de la estructura de la demanda global lo han sido las exportaciones de bienes y servicios (tasa de crecimiento compuesta anual del 11.1 por ciento durante el mismo periodo).

¿Los objetivos de la liberalización comercial? Estimular las exportaciones no petroleras, frenar la inflación y promover la eficiencia económica; en tanto que la liberalización a los flujos de inversión extranjera se proponía coadyuvar al crecimiento económico, a cerrar el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, a estimular la competencia y a aumentar el acceso a nuevas tecnologías.

Reforma agraria


La reforma agraria mexicana ha sido un proceso complejo y prolongado. La reforma tuvo su origen en una revolución popular de gran envergadura, y se desarrolló durante una guerra civil. El Plan de Ayala, propuesto por Emiliano Zapata y adoptado en 1911, exigía la devolución a los pueblos de las tierras que habían sido concentradas en las haciendas. En 1912 algunos jefes militares revolucionarios hicieron los primeros repartos de tierras. En 1915 las tres fuerzas revolucionarias más importantes, el constitucionalismo, el villismo y el zapatismo, promulgaron las leyes agrarias. La atención al pedido generalizado de tierras se convirtió en condición de la pacificación y del restablecimiento de un gobierno nacional hegemónico: la constitución de 1917 incluyó el reparto de tierras en su artículo 27. Desde entonces, y con sucesivas adecuaciones hasta 1992, el reparto de tierras fue mandato constitucional y política del Estado mexicano. Dicho reparto sigue siendo prerrogativa del Estado si se concibe la reforma agraria como un concepto más amplio que la mera distribución de la propiedad.
Durante el largo período que se extiende de 1911 a 1992 se entregaron a los campesinos algo más de 100 millones de hectáreas de tierras, equivalentes a la mitad del territorio de México y a cerca de las dos terceras partes de la propiedad rústica total del país. Según las Resoluciones Presidenciales de dotación de tierras, se establecieron unos 30 000 ejidos y comunidades que incluyeron 3,1 millones de jefes de familia, aunque según el último Censo Agropecuario de 1991 se consideraron como ejidatarios y comuneros 3,5 millones de los individuos encuestados. Afines del siglo XX, la propiedad social comprendía el 70 por ciento de los casi 5 millones de propietarios rústicos y la mayoría de los productores agropecuarios de México.
Las cifras agregadas reflejan la amplitud del prolongado reparto institucional de las tierras, pero no hacen justicia al complejo papel de la reforma agraria a nivel de toda la nación. La estabilidad, gobernabilidad y desarrollo de México en el siglo XX se sustentaron en dicha reforma y permitieron la construcción de un país predominantemente urbano, industrial y dotado de un importante sector de servicios. Pero la reforma agraria no logró el bienestar sostenido de la población, y los individuos a los que llegó viven hoy en una pobreza extrema. El desarrollo rural y agropecuario fue incapaz de responder eficaz y equitativamente a la transformación demográfica y estructural del país.


CARACTERÍSTICAS DEL PROCESO REFORMISTA

La reforma agraria se desarrolló como un proceso de formación de unos minifundios cuya producción era insuficiente para satisfacer plenamente las necesidades de las familias campesinas. Los campesinos que luchaban por la obtención de tierras pedían tierras de cultivo, y querían conseguir la seguridad alimentaria y la autonomía mediante el consumo directo de alimentos básicos de producción propia.
En el primer período de la reforma agraria, que se extiende de 1920 a 1934, las tierras repartidas fueron un complemento del salario de los trabajadores rurales, un pegujal que debía proporcionar una base alimentaria, una vivienda y otros bienes para mejorar los ingresos que se obtuvieran de las haciendas y propiedades agroexportadoras, que eran el sector más dinámico de la economía mexicana. El reparto de las tierras se entendió entonces como un acto de justicia que elevaba el bienestar de los campesinos; pero su importancia para el desarrollo económico nacional no se tomó en consideración.
La inercia de la política minifundista del primer período de la reforma persistió. Diversas normas y ordenamientos establecieron las dimensiones de la superficie de la unidad de dotación de tierras: en 1922 la parcela individual para uso particular y disfrute familiar en los ejidos debía medir entre 3 y 5 hectáreas para las tierras de riego, o entre 4 y 6 hectáreas para las tierras de temporal. El Código Agrario de 1934 fijó estas dimensiones mínimas en 4 y 8 ha respectivamente; la relación de equivalencia era pues de 1:2. El Código Agrario de 1942 elevó el mínimo a 5 ha de tierras de riego, y la reforma constitucional de 1946 lo llevó a 10, sin que hubiese ampliación posterior. Sin embargo, estas medidas de dotación mínimas, que parecen estrechas, nunca se cumplieron. Hasta 1992, las Resoluciones Presidenciales reflejan la clasificación de las tierras en el momento en que fueron emitidas, y mencionan los siguientes promedios por beneficiario: 0,6 ha de tierras de riego, 4,2 ha de tierras de temporal, 18,6 ha de tierras de agostadero, 3,6 ha de tierras de monte, 0,4 ha de tierras desérticas y 7,1 ha de tierras indefinidas por un total de 34,5 ha. Las parcelas individuales sólo contenían las dos primeras categorías - de riego y de temporal (tierras cultivables) -, mientras que las demás eran para el disfrute comunitario. Un predio promedio de 5,4 ha tierras de temporal correspondía a un minifundio, y su dimensión permaneció invariada.
La crisis mundial de 1929 terminó con la aspiración de México de convertirse en un país agroexportador. La quiebra de las haciendas tradicionales remanentes, así como de algunas empresas modernas recientes, replanteó el papel de la reforma agraria en la economía nacional.


La expropiación de las empresas petroleras extranjeras en 1938 encaminó al país hacia el desarrollo industrial. Se asignó al sector reformado del campo la función de abastecer de alimentos suficientes y a precios bajos a la creciente población urbana.
El autoconsumo, privilegiado durante la etapa pegujalera, tuvo un papel subordinado respecto al objetivo de abastecer unos mercados controlados por el Estado. Un conjunto de empresas públicas o paraestatales se fue estableciendo para promover la participación de los ejidos en los mercados y en la autosuficiencia alimentaria. Las empresas constructoras de infraestructuras de irrigación, las empresas financieras, las empresas aseguradoras rurales, los monopolios comerciales del Gobierno, las empresas públicas de fertilizantes, maquinaria y semillas, y una multitud de dependencias de servicios tejieron una red que dirigía, financiaba, distribuía y comercializaba la producción del sector reformado. El intervencionismo gubernamental se volvió la fuerza más poderosa de la economía rural mexicana. La producción de algodón - las exportaciones algodoneras fueron el sector agrícola más dinámico y redituable entre 1940 y 1970 - constituyó una excepción ya que generalmente quedó bajo el control de empresas privadas extranjeras.

EL PAPEL DE LA LEGISLACIÓN AGRARIA

La subordinación al Gobierno del sector reformado tenía un poderoso apoyo en la legislación agraria. Las tierras que se entregaban en usufructo permanecían como propiedad de la nación por concesión a una corporación civil: el ejido o la comunidad. El ejido, entidad dotada de personalidad jurídica, asamblea de socios y autoridades representativas, era también la autoridad pública encargada de vigilar el cumplimiento de la concesión. Las parcelas que se entregaban para disfrute particular a los ejidatarios quedaban sujetas a condiciones restrictivas: la tierra debía ser cultivada personalmente por el titular, no podía mantenerse ociosa, venderse, alquilarse ni usarse como garantía; era inalienable pero podía ser heredada por un sucesor escogido por el titular siempre que no hubiese sido fragmentada. El incumplimiento de estas condiciones implicaba sanciones que anulaban sin compensación los derechos de goce de la parcela y la pertenencia al ejido.
El sujeto legal y social del reparto de las tierras era el ejido, una sociedad o corporación civil que podía trasmitir a sus integrantes unos derechos individuales precarios. Correspondía a la asamblea ejidal tomar las decisiones fundamentales, pero dicha asamblea solo podía reunirse luego de haber sido convocada por las dependencias agrarias del gobierno, y debía ser validada por la presencia de funcionarios públicos. Cuando ocurría una privación de derechos agrarios, correspondía a la autoridad agraria federal asignar tales derechos a otro solicitante de tierras.
La subordinación formal y jurídica del ejido al Presidente de la República - fundamentada constitucionalmente en una concesión de poderes extraordinarios en materia agraria - podía ejercerse de manera limitada. En 1940 había más de 1,5 millones de ejidatarios, número que excedía la capacidad de control y vigilancia de las autoridades. Se toleró en algunos casos importantes el arrendamiento, la aparcería y la venta de parcelas entre ejidatarios y sus descendientes, así como la herencia fragmentada de parcelas ejidales, lo que agudizó el fenómeno minifundista. Pero el vínculo de subordinación legal del ejido permanecía, y se usaba cuando era necesario o resultaba conveniente.
Otro elemento que fortaleció el intervencionismo y el dirigismo estatales en el sector reformado fueron los prolongados trámites de ampliación de las tierras para permitir que nuevas generaciones de campesinos se incorporasen a las labores agrícolas. Estos trámites requerían más de diez años desde la solicitud de dotación hasta la correspondiente emisión de la Resolución Presidencial. La subordinación jurídica y económica del sector reformado al gobierno federal, o más precisamente al Presidente de la República, siempre tuvo un signo político.

  

El ejido, sociedad usufructuaria de la tierra, adquirió nuevas dimensiones como instancia política, demandante de servicios públicos, conjunto social y entidad organizadora del desarrollo rural y de la identidad comunitaria. Además de cumplir con sus funciones iniciales de repartición de las tierras, el ejido arraigó como institución sólida de la organización rural mexicana, presentando aspectos democráticos y residuos de una ideología igualitaria o solidaria. Empero, en muchos casos que no lo invalidan, el ejido no tuvo esta orientación positiva y quedó sometido a los intereses particulares.

LA MARGINALIZACIÓN PROGRESIVA DEL SECTOR REFORMADO

De resultas del crecimiento explosivo de la población mexicana durante el siglo XX, además de otros factores estructurales, el sector rural reformado quedó relegado a una posición cada vez más marginal. La población rural equivalía en 1960 a la mitad de la población del país; poco más del 50 por ciento de la población encontraba ocupación en las labores agropecuarias. Esta proporción descendió al 25 por ciento en el año 2000. En ese año, más de la mitad de la población nacional vivía en ciudades de más de 100 000 habitantes, y el 75 por ciento de la población estaba empleado en los sectores secundario y terciario de la economía. La urbanización de la población estaba avanzada y era irreversible, pero quedaba una importante minoría campesina en condiciones de pobreza extrema, rezago y frustración. El progreso tocó marginalmente el campo pero no arraigó en él.
Entre 1940 y 1965 el crecimiento de la producción agropecuaria superó al crecimiento de la población nacional debido principalmente a la incorporación al cultivo y al uso agropecuario de las tierras que habían sido repartidas. El riego, el crédito, la mecanización, el uso de insumos agroquímicos, y en especial los precios administrados y la compra de las cosechas por el Gobierno - elementos en los que se hizo patente la diligencia del Estado -, pesaron menos que el esfuerzo de los campesinos por extender los cultivos hasta las fronteras de las tierras reformadas. En este período fue fundamental el autoconsumo de las familias campesinas de alimentos producidos con un alto coeficiente de mano de obra y escasos insumos comerciales. La producción de autoconsumo aportaba no sólo seguridad alimentaria sino también autonomía para reproducir las condiciones de existencia tradicionales. Importante era el ingreso monetario obtenido sobre todo por la venta de la fuerza de trabajo; pero la proporción de los alimentos comprados con ese ingreso era relativamente pequeña y menor de la que se obtenía con el autoconsumo: la reforma agraria minifundista y pegujalera había cumplido aparentemente su propósito.
Las tierras aptas para el cultivo fueron escaseando y cada vez daban rendimientos más bajos; ello se debía a la falta de humedad, al excesivo número de tierras en pendiente, a la vulnerabilidad a las plagas, y a riesgos relacionados con la incorporación de tierras marginales. En el presupuesto de los productores campesinos, la proporción de los alimentos de autoconsumo descendió respecto al gasto monetario. Se integraron a la lista de consumos fertilizantes e insecticidas que compensaban la pérdida de fertilidad de las tierras; herramientas, gastos en concepto de transportes, medicinas y otros bienes y servicios que se adquirían en el mercado.


El sector de la producción rural, administrado y financiado por el Estado, ocupaba un lugar estratégico, pero era pequeño y tenía pocas posibilidades financieras y técnicas de expansión, y no conseguía abarcar a la gran masa campesina del sector reformado. Los costos crecientes de las obras, subsidios e incluso privilegios no podían ampliarse de manera significativa. El financiamiento público sólo benefició al 15 por ciento de los productores sociales con unos créditos de avío que apenas cubrían parte del costo del ciclo agrícola anual. El sector de la propiedad privada, que especulaba en el sector rural con cultivos exportables como el algodón o la ganadería, obtenía rentas extraordinarias de los subsidios públicos pero no invertía en capital fijo. Los propietarios privados de la tierra alegaban la falta de seguridad para invertir en una situación de reparto agrario permanente y de conflictos crecientes por la tierra.
A partir de 1970, la desigualdad del sector reformado era evidente. Dependiendo de la época, de la localización geográfica y de la correlación de las fuerzas políticas, los ejidos fueron dotados tierras de extensiones y calidades diversas. Además de la desigualdad física, en los ejidos había situaciones de iniquidad como consecuencia de herencias, matrimonios y compras de parcelas ilegales pero toleradas.
El igualitarismo propugnado por las leyes no pudo mantenerse en el tiempo. Según la certificación posterior a la reforma de 1992 del 70 por ciento de los derechos ejidales, el 50,1 por ciento de los ejidatarios poseía parcelas de un promedio de 2,8 ha y controlaba apenas el 14,7 por ciento de la superficie parcelada total; el 1,2 por ciento de los ejidatarios poseía un promedio de 124 ha de tierras parceladas y más tierras que la mitad de los ejidatarios que poseía las parcelas más pequeñas; y las tres cuartas partes de los ejidatarios poseían parcelas de superficie inferior a la mitad del promedio nacional. Entre los propietarios privados la desigualdad era todavía mayor que en el sector de la propiedad social. Estos resultados negativos se moderarían si se tomara en cuenta la calidad de la tierra, pero persistiría aun una grave desigualdad.
La desigualdad se agudizó debido a la fragmentación de las parcelas ejidales. En promedio a nivel de la nación, cada ejidatario dividía su parcela en dos parcelas distintas, a veces distantes entre sí. El 50 por ciento de los ejidatarios poseía una sola parcela; el 25 por ciento, dos; el 12,8 por ciento, 5,3; y el 12 por ciento, tres. La fragmentación de las parcelas en el sector de la propiedad social era la causa de que un gran número de parcelas se consideraran técnicamente como minifundios.
El envejecimiento de los agricultores del sector de la propiedad social agravó las situaciones que resultaban de la desigualdad y fragmentación de los predios. La mitad de los ejidatarios certificados tenía más de cincuenta años de edad, y la cuarta parte del total más de 65. La carencia de un sistema de seguridad social y de pensiones para los trabajadores del campo convertía la parcela en el único patrimonio para enfrentar las necesidades de la vejez; por consiguiente, el manejo de ese patrimonio ha sido fundamentalmente conservador. La herencia o sucesión se recibe en México en torno a los 50 años, que es la edad umbral en que inicia el manejo conservador del patrimonio.
Tradicionalmente, en el campo convivían dos generaciones. El aumento de la esperanza promedio de vida introdujo una tercera generación, que ha competido con la de sus padres por la herencia de la generación mayor. La coexistencia de estas generaciones también ha afectado a la estructura de la unidad de producción y consumo campesina y a los métodos de trabajo y de transmisión del conocimiento.
Las escasas dimensiones de los predios cultivables por unidad familiar, su fragmentación, la insuficiente calidad de la tierra y el alto riesgo económico de las actividades agrícolas han conducido a la actual administración a considerar que de los 4 millones de explotaciones agropecuarias del país sólo un millón pueden ser viables como empresas comerciales. De estas, 700 000 necesitan un apoyo considerable y prolongado para convertirse en empresas comerciales, y 3 millones deberían ser objeto de «atención social» debido a que no consiguen consolidarse como empresas agropecuarias. Estos factores han erosionado el funcionamiento del sector primario y del sector reformado a partir de la década de 1960. Entre 1964 y 1970, el Gobierno realizó un esfuerzo postrero para completar el reparto de las tierras del sector agrario. Sin embargo, el carácter autoritario de las políticas, la burocracia y la falta de alternativas para la población rural impidieron que los campesinos y otras fuerzas sociales adoptasen los planes propuestos. El movimiento estudiantil de 1968, que confrontó al Gobierno con las clases urbanas medias emergentes, obligó a convocar al sector social campesino para garantizar la paz y la sucesión presidencial. A cambio, se ofreció al sector agrario la continuación del reparto de las tierras, a pesar de que comenzaba a ser manifiesto que la política de redistribución de tierras había sido ineficaz para alcanzar la justicia y el bienestar, y que, por el contrario, había agudizado los conflictos políticos agrarios, la incertidumbre y la precariedad.
Las repetidas crisis económicas nacionales hicieron que disminuyese el intervencionismo público y que los inversionistas privados se retirasen del sector primario. El campo mexicano se descapitalizó y la pobreza extrema se concentró en él. Desde 1965 el crecimiento del producto agropecuario fue en promedio inferior al aumento de la población nacional y, en algunos años, fue incluso inferior al aumento de la población rural. A pesar de los cambios en la estructura de la producción agraria, el suministro nacional de alimentos registró un déficit. Desde 1970, en promedio cerca de la tercera parte del consumo aparente de granos básicos se ha cubierto con importaciones. La importancia relativa de las exportaciones agropecuarias en la balanza comercial ha disminuido. Afines del siglo XX un poco más de la quinta parte de la fuerza de trabajo nacional dedicada a la producción agropecuaria aportaba apenas un 5 por ciento del producto interno bruto: esta cifra refleja la pobreza de los trabajadores del campo, la aguda desigualdad existente en el sector rural, y la situación marginal del sector rural en la economía y la política nacionales. El 57 por ciento de la población rural vive hoy en condiciones de pobreza extrema, que es la forma de pobreza que pone en riesgo la salud y las capacidades de desarrollo del individuo. Las tres cuartas partes de las personas más pobres viven en localidades agrarias de menos de 15 000 habitantes.


LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1992

El deterioro progresivo pero acelerado del sector rural se prolongó hasta 1992, cuando fue posible alcanzar un consenso suficiente, aunque distante de la unanimidad, para reorientar y dar dinamismo al desarrollo rural, y combatir la pobreza, el atraso y la marginación. La primera etapa ese proyecto de reorientación de largo alcance fue la reforma del artículo 27 Constitucional en materia agraria, así como las leyes reglamentarias derivadas. La nueva versión del artículo se promulgó el 6 de enero de 1992, y unos meses más tarde se promulgó la Ley Agraria y la Ley Forestal. Sin embargo, la crisis política de 1994 y la crisis económica de 1995 retrasaron o suspendieron la aplicación de los programas compensatorios y, lo que era más importante, de una reforma institucional que no sólo era complemento sino condición de la reforma integral de gran alcance. La reforma quedó inconclusa; sus metas sociales y económicas no se alcanzaron. Pese a estas limitaciones, la reforma produjo efectos positivos que conviene analizar.
La reforma constitucional de 1992 partía de un principio, enunciado en la Exposición de Motivos del Poder Ejecutivo, que recibió poca atención: a saber, que la iniciativa y la libertad para promover el desarrollo rural pasaban a manos de los productores rurales y sus organizaciones. La reforma invertía el enfoque previo que otorgaba al Estado y al Gobierno la facultad de planear y dirigir la producción en las zonas rurales. El Presidente de la República perdía las facultades extraordinarias relativas al reparto de la tierra como proceso administrativo, las cuales le habían permitido intervenir directamente en las decisiones internas de los ejidos. La nación dejaba de ser propietaria jurídica de las tierras sociales, y la propiedad de éstas pasaba a los ejidos. Los ejidos, en su calidad de sociedades propietarias de las tierras, no quedaban subordinados a las autoridades gubernamentales. La asamblea ejidal, autoridad suprema de unos ejidos reformados, gozaba de autonomía y era independiente respecto a cualquier intervención gubernamental. El valor de la tierra como capital se transfería del Estado a los núcleos ejidales para su uso y disfrute, incluida la comercialización. La justicia agraria se trasladaba a los tribunales agrarios ordinarios, y el poder ejecutivo perdía sus facultades jurisdiccionales. Se rompía así el vínculo tutelar entre el Estado y los campesinos; y los productores rurales, dotados de un capital territorial, fueron libres de manejar su propio desarrollo.
La otra vertiente del principio toral fue la de la justicia, porque correspondía al Estado y a sus instituciones no solo vigilar el cumplimiento de la ley sino crear las condiciones y dar el estímulo para que la libertad de los productores pudiera ejercerse plenamente. Para enfrentar los problemas de la pobreza, desigualdad y atraso de la mayoría de los productores minifundistas, la reforma proponía impulsar unos programas compensatorios orientados a la igualdad de oportunidades en el sector rural. Se creó la Procuraduría Agraria, una institución pública dotada de autonomía técnica para asistir, representar y arbitrar la solución de los problemas agrarios, y se otorgó prioridad a los sujetos de la propiedad social al recibir sus servicios.
El reparto agrario, entendido como una obligación del Estado, había cumplido su propósito después de 75 años. El ejido, sociedad de propietarios de tierras, permaneció como sujeto jurídico de la propiedad social. A través de la decisión mayoritaria de sus socios, reunidos en asamblea con facultades especiales, el ejido podía vender la tierra de uso común, arrendarla, aportarla como capital a una sociedad mercantil, usarla como garantía hipotecaria, o decidir su explotación colectiva. El ejido podía incluso disolverse o adoptar la forma de una comunidad agraria con objeto de conseguir una mayor protección. La asamblea también podía autorizar a sus socios particulares a enajenar las parcelas de uso individual a personas no miembros del ejido. La cesión onerosa o gratuita de los derechos ejidales entre los socios ejidatarios, sus sucesores o avecindados no requería autorización de la asamblea; bastaba solo que ésta fuese notificada del acto. La asamblea no podía imponer condiciones restrictivas a las parcelas ejidales ni incautarlas por ociosidad de aprovechamiento.
El ejido mantuvo su estructura histórica y su importancia como sujeto de la propiedad social, pero se normaron las relaciones entre sus socios, a quienes se concedieron derechos explícitos sobre sus parcelas y sobre su participación en la tenencia de las tierras comunes. La tierra ejidal no se podía privatizar, aunque se podía llegar a la privatización de las parcelas individuales después de un procedimiento cuidadoso.
La reforma favoreció la circulación de la tenencia de la tierra y la formación de un mercado de tierras, pero mantuvo la propiedad social con salvaguardas especiales para evitar despojos y concentración. Se prohibió el latifundio, y las tierras excedentes debían ser enajenadas por el propietario o la autoridad. Los límites máximos de la propiedad particular individual, establecidos en 1946, se mantuvieron; pero a diferencia de lo estipulado por la legislación anterior, se pudieron crear, con propósitos agropecuarios, sociedades mercantiles dotadas de tierras de una extensión 25 veces superior a las tierras de propiedad particular individual.



LOS EFECTOS DE LA REFORMA: ELEMENTOS PARA UNA AGENDA DE TRABAJO

Desde 1992, el crecimiento de la producción agropecuaria ha sido equivalente al crecimiento de la población, que ha descendido al 1,5 por ciento anual. El índice de crecimiento de la producción ha sido insuficiente para frenar el deterioro del sector agropecuario y acabar con la pobreza. Las exportaciones agropecuarias han crecido aceleradamente aprovechando las ventajas proporcionadas por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La producción nacional de cereales y plantas oleaginosas no ha descendido aunque su estructura se ha modificado a causa del abandono de los cultivos no competitivos.
El capital privado externo o de otros sectores no se ha invertido en gran escala en la producción agropecuaria debido a la falta de incentivos, y los porcentajes de ganancia no han resultado atractivos. La privatización abusiva y el restablecimiento de los latifundios por las grandes empresas no han tenido lugar. Se crearon unas diez empresas agropecuarias mercantiles, que no prosperaron; dos de ellas se asociaron a distintas formas de propiedad. La privatización de las tierras ejidales ha sido inferior al 1 por ciento de las tierras de propiedad social. Las tierras privatizadas se han incorporado casi siempre al sector urbano en desarrollo, del cual los ejidos han obtenido enormes plusvalías.
La transmisión de los derechos ejidales, no siempre registrada a pesar de su carácter legal, parece haber aumentado ligeramente. En una situación de mayor seguridad, ha habido señales de un modesto proceso de capitalización que los propietarios rurales sociales o privados han llevado a cabo con sus propios ahorros.
Aparentemente, el mercado de tierras no ha conocido progresos. Para que ese mercado tuviese auge habría sido necesario poner un término a los títulos y registros de propiedad no fiables. Desde 1993, el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE) ha expedido a los ejidos y a cada uno de los parceleros unos certificados que son conformes a los requisitos de calidad jurídica y cartográfica. Hasta el año 2000, el Programa había logrado la certificación de casi el 80 por ciento de los ejidos del país, pero a nivel regional los progresos seguían siendo desiguales.
La reforma agraria mexicana ha tenido, desde sus orígenes, un sesgo «machista»: solo los hombres eran sujetos de dotación agraria, y solo sus viudas podían ser titulares de tierras. Pese a esta restricción jurídica, las mujeres constituían, por herencia y por otros mecanismos, casi la quinta parte del total de los ejidatarios titulares en la década de 1990. La reforma de 1992 no estableció distinción de género en materia de propiedad agraria. El creciente proceso de feminización de la agricultura minifundista (los varones encontraban empleo como peones u obreros fuera del predio familiar) ha incrementado la proporción de mujeres dotadas de derechos agrarios, en la medida en que las leyes ya no impedían o penalizaban dicho proceso. Ha comenzado quizá una etapa en que la mujer predomina en la propiedad y en la explotación de los minifundios, y en que la obtención de un complemento a los ingresos familiares constituirá, en el siglo XXI, un nuevo pegujal.
En 1994, como medida complementaria a la reforma constitucional, se creó el Programa de Apoyos Directos al Campo (PROCAMPO), un programa de pagos directos a los productores de granos básicos en base a la superficie cultivada. Este programa de compensación de desventajas estructurales brindó por primera vez un apoyo a los minifundistas que no habían podido tener acceso a los mercados porque consumían íntegramente su propia producción. El número de minifundios que se han beneficiado con el programa ha sido estimado en 2,5 millones. PROCAMPO invirtió los sistemas anteriores que subvencionaban los precios de los productos comercializados, y beneficiaban únicamente a los productores comerciales más grandes.

 

En 1997 se creó el Programa de Educación, Salud y Alimentación (PROGRESA), un programa de transferencias directas en beneficio de las familias rurales pobres que alcanza a 2,5 millones de familias, la mayoría de ellas de campesinos minifundistas. Gracias a estos apoyos directos, los campesinos y demás personas pobres del campo han podido hacer frente, sufriendo pérdidas menores que otros sectores, a los devastadores efectos de la crisis económica de 1995.
Sin embargo, los objetivos de los dos programas mencionados eran mucho más amplios, porque intentaban crear una base de justicia para los habitantes del campo mediante la progresividad de los subsidios públicos a la producción. Anteriormente, la desigual distribución de los subsidios había sido causa de injusticia.
Desde 1995, la crisis económica, los recortes presupuestarios y la inflación han afectado a los sistemas de apoyo universales directos. Estos apoyos no lograron sustituir íntegramente a los subsidios de precios extraordinarios de los productos comercializados exigidos por los grupos económicos más poderosos y políticamente influyentes. Los subsidios extraordinarios se siguieron otorgando en número similar o superior al de los apoyos directos. El sistema de apoyos y subsidios públicos al sector rural, la otra faz de la reforma constitucional, quedó a medio camino entre la inercia y la reforma.
En la misma situación quedó la reforma institucional. La reforma constitucional creó instituciones como los Tribunales Agrarios, la Procuraduría Agraria y el Registro Agrario Nacional, pero al igual que en la mayoría de las instituciones de promoción y fomento, las inercias persistieron. El sistema de financiamiento público rural, que técnicamente estaba en quiebra, fue desmantelado para ser reorganizado posteriormente; este proceso aún no ha culminado. El aparato institucional y su burocracia no han seguido el ritmo de las nuevas normas legales ni se han adaptado al espíritu de la reforma. Persiste un centralismo de carácter autoritario y paternalista.

 


CONCLUSIÓN
Aún no es posible hacer un balance de una reforma muy reciente, afectada por una crisis económica profunda y por la alternancia política del Gobierno. La reforma presenta signos alentadores pero no está exenta de incertidumbre y señales de alarma. Los conflictos agrarios han sido menos frecuentes e intensos, aunque persisten focos aislados de riesgo en regiones indígenas, donde los conflictos se utilizan como instrumento para la satisfacción de otras demandas. Aparentemente se ha detenido el deterioro económico del sector agropecuario, aunque su crecimiento ha sido modesto e insuficiente para compensar los atrasos acumulados. Los ingresos y el nivel de vida de la mayor parte de los sectores más pobres del campo no han disminuido, aunque las aspiraciones y las expectativas creadas por las reformas distan de haberse realizado.
Hay desaliento, confusión e incertidumbre entre los productores rurales; y pese a la movilización reciente de las organizaciones rurales, las instituciones públicas se han mostrado indiferentes o ineficaces al atender sus peticiones.
En la opinión y en los debates sobre cuestiones nacionales, el campo no ha tenido prioridad; los partidos políticos no han formulado propuestas claras y alternativas posibles, y la opinión sólo ha reaccionado ante desastres o enfrentamientos. El debate legislativo sobre el campo ha sido escaso, y ha omitido considerar el problema central: que sin un auténtico desarrollo rural sostenible que combata la pobreza y el atraso no podrá haber en México un progreso económico y democrático. Las soluciones de mediano plazo sólo serán posibles si se logran de inmediato los acuerdos nacionales y se inician los programas que ponganfin a una reforma inconclusa y quizá imperfecta.

El control de la inflacion y los pactos de concertacion social


Desde finales de la década de los setenta, cuando se dio una abrupta devaluación del peso mexicano quedó claramente establecido el agotamiento del modelo proteccionista que había venido utilizando este gobierno. Posteriormente, los gobiernos de José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, todos pertenecientes al mismo partido político PRI, que estuvo en el poder desde 1929, dirigieron a México hacia una apertura comercial de alguna manera indiscriminada, que llevó al país a caer en varias crisis económicas, las principales presentadas en 1976, 1982 y 1994.

En 1988 asume el poder de la República en México Carlos Salinas de Gortari, cuyo gobierno abiertamente neoliberal dio especial atención a la atracción de inversión extranjera; asimismo, durante esta administración se privatizó la banca nacional, la cual había sido nacionalizada hacia apenas doce años atrás por el presidente José López Portilla. La política de este gobierno, según Medina (1996), se basó en una apertura comercial indiscriminada, una atracción de capital extranjero especulativo y sobre todo en una contención de los salarios de la población que, en quince años, habían perdido ya alrededor de 70% de su poder adquisitivo.
 
Por otra parte, el gobierno del presidente Salinas impulsó una lucha contra la inflación, la cual era un obstáculo para que la estrategia exportadora del gobierno se pudiera completar. Ya en diciembre de 1987, el gobierno había anunciado “una política de ingresos con disciplinas en el orden fiscal monetario. El objetivo explícito era reducir la inflación, mediante la eliminación de su componente inercial, sin afectar el crecimiento económico” (Millán, 1999).

Para ello, la política de control de la inflación se basó en esquemas de concertación entre los principales empresarios, sindicatos y organizaciones campesinas, con el fin de controlar las demandas salariales y las solicitudes de mayores precios de garantías de los agricultores. La estrategia de control de la inflación fue sumamente exitosa, al punto que la inflación descendió de 160 por ciento en 1987, a 7 por ciento en 1994 (Gráfico.No.1); y durante ese periodo, el producto interno bruto (PIB) mostró tasas de crecimiento positivas (Grafico No.2). Sin embargo, a pesar de que la inflación descendía, el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos crecía desmedidamente. Según Del Villar (1997) “En 1994, el déficit en cuenta corriente alcanza los 28.8 mil millones de dólares, financiado en parte con flujos de capital de corto plazo”.

Este comportamiento de la balanza de pagos fue el que, al final, condujo a la crisis debido al abuso del manejo del tipo de cambio y de la política comercial para reducir la inflación. El tipo de cambio se mantuvo bajo estricto control del gobierno hasta el punto que el peso mexicano se encontraba sobrevaluado.

En cuanto a la política comercial, el gobierno neoliberal mexicano provocó una acelerada apertura al comercio internacional en detrimento de la producción nacional, tal y como lo señala Aspe (1993, citado por Millán, 1999), el arancel máximo descendió de 40 a 20 por ciento, mientras la gama de tasas por este rubro se redujo a cinco; el arancel promedio, que en 1985 era de 22.6 por ciento, para 1988 había alcanzado un porcentaje de 13.1; y la cobertura de los permisos previos pasó de 21.2 a 9.1, de 1988 a 1991.

Sin embargo, a pesar del déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos (ver Gráfico No.3), el nivel de las reservas internacionales de México había estado en crecimiento desde 1988. Este comportamiento, según Aspe (1993, citado por Millán, 1999), se debía a “una acelerada expansión de la inversión –financiada en forma directa con la repatriación de capitales, los flujos de inversión de compañías extranjeras y préstamos voluntarios del sector privado. Consecuentemente, a pesar de la magnitud del déficit, se acumularon reservas que en noviembre de 1991 fueron aproximadamente 16 mil millones de dólares, el nivel más alto alcanzado en México”.

Por otra parte, a partir de la renegociación de la deuda externa en 1990, hay una creciente entrada de capitales, que llegó a 33,308 millones de dólares en 1993 (4,389 millones en inversión extranjera directa, 10,717 millones en renta variable y 18,203 millones en renta fija), debido a las expectativas favorables sobre la economía. (Del Villar 1997).

Así, el saldo positivo de las reservas provenían de entradas masivas de capital, la economía mexicana empezó a depender fuertemente de los flujos de capital colocados en activos financieros, que pasaron a representar la principal inversión extranjera en el país. De acuerdo con Millán (1999), el riesgo comenzó cuando esos recursos se fueron trasladando del mercado de capitales hacia, por ejemplo, títulos de gobierno que ofrecen perfiles de vencimiento más cortos. Entonces, la estabilidad del tipo de cambio y de las condiciones macroeconómicas dependía de la permanencia de esos capitales de índole especulativa.



Ya para inicios de 1994 era claro que la economía mexicana estaba al borde de una crisis, debido a la situación de la balanza de pagos y una inestable situación política, según Oddone (2004) “la rebelión en el estado de Chiapas y los asesinatos políticos. El levantamiento zapatista sucedido el 1 de enero de 1994, fecha en la cual entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, conocido por sus siglas en inglés NAFTA (en castellano: TLCAN). El asesinato el 23 de marzo de Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI. El vacilante comienzo de Ernesto Zedillo, y el peso de la figura de su hermano y finalmente el asesinato del ex secretario general del PRI, Francisco Ruiz Massieu, en medio de un acto partidista, conspiraron contra la estabilidad política y económica de México y disminuyeron la confianza internacional de los inversores”.

A pesar de toda esta situación, el gobierno de Salinas no tomó ninguna medida preventiva, por lo que esta política económica emprendida por el gobierno mexicano, desembocó en una nueva crisis de balanza de pagos, en una abrupta devaluación del peso y en una caída del producto interno bruto nacional. En un momento en que los mexicanos estaban confiados en que la política del presidente Salinas y de sus antecesores habían colocado a México en un puesto de preferencia a nivel latinoamericano y mundial.

Sin embargo, la situación real que se vivía era muy diferente, de acuerdo con Del Villar (1997) “para evitar un ajuste cambiario, el gobierno aumenta la emisión de títulos denominados en dólares (Tesobonos). Para finales de 1994, el 74% del total de valores gubernamentales en poder del público era en Tesobonos (en 1993 era de sólo el 4%), por lo que las internacionales reservas netas de Tesobonos eran negativas”.


Desarrollo de la Crisis

De acuerdo con Kozikowski (2000), “el déficit de la cuenta corriente, financiado con un superávit en la cuenta de capital, aumenta la deuda externa y el servicio de la misma, lo que deteriora la cuenta corriente en el futuro”. Dado que para 1994, el déficit de la cuenta corriente superaba el superávit de la cuenta de capital, se produjo una reducción en las reservas monetarias internacionales mexicanas.

En febrero de 1994, las reservas de México eran de 29,000 millones de dólares, pero para diciembre de ese mismo año se redujeron a 6,000 millones de dólares y al momento de tomarse la decisión de devaluar (20 de diciembre de 1994) ascendían a solo 3,500 millones de dólares. A esto se debe sumar el déficit en la cuenta corriente que en 1994 alcanzó, aproximadamente, 25,500 millones de dólares que equivalen al 8 % del PBI mexicano.

En diciembre de 1994 llega a la presidencia de México Ernesto Zedillo, también proveniente del Partido Revolucionario Institucional (PRI), encontrando una situación económica y política muy complicada, lo cual estaba generando un proceso especulativo entre los inversionistas nacionales y extranjeros que preveían que el peso se devaluaría inevitablemente. Como lo indica Kozikowski (2000) “a partir de ese año, una serie de acontecimientos de naturaleza política y criminal deterioraron la imagen del país y pusieron en dudas las perspectivas del mismo. Al actuar los factores no monetarios en contra de México, el tipo de cambio real subió, por lo menos en la percepción de los mercados… Si el tipo de cambio real sube y el tipo de cambio nominal se mantiene constante, se produce un desequilibrio. Los agentes económicos empiezan a comprar dólares porque están convencidos de que su precio subirá pronto”.

Una vez en el poder Ernesto Zedillo, y ante la situación económica del país, el gobierno mexicano decidió realizar una devaluación abrupta del peso. Zedillo decidió establecer un sistema de libre flotación del peso el cual pasó, en el término de una semana, de 3.4 pesos por dólar a 7.2 pesos por dólar o sea una devaluación del 110%. Una vez que el gobierno dejó de controlar el tipo de cambio, el peso perdió la mitad de su valor, lo cual generó dificultades para atender las deudas en dólares. Esta fuerte devaluación, más el hecho de haber anunciado a los inversionistas que la misma se iba a llevar a cabo, fue declarado por el expresidente Salinas como el “error de diciembre”, en parte como una estrategia para tratar de echarle la culpa del problema al presidente Zedillo.
Esta situación aunada a la caída de las reservas internacionales y el creciente déficit en cuenta corriente, generaron la especulación de los inversionistas y la fuga de capitales. Asimismo, se incrementaron los índices de desempleo y los niveles de ingreso de la población disminuyeron aceleradamente.

Las principales consecuencias de la crisis fueron:
El Producto Interno Bruto cayó en un 6% durante 1995.
El dólar se cotiza en mayo de 1996 en 7.5 pesos, 3 puntos más que en 1994.
Hay cerca de cinco millones de personas en desempleo abierto dentro de una Población Económicamente Activa (PEA) de 33 millones de mexicanos o sea el 15%.
El déficit comercial de México hacia el exterior había llegado de 1991 a 1994 a 50,860 millones de dólares.
La deuda externa se había elevado significativamente a la cantidad de 173,400 millones de dólares.
El salario mínimo se encuentra en un promedio de tres dólares por ocho horas de trabajo mientras que, por ejemplo, en Estados Unidos cada hora de trabajo tiene un salario mínimo de cuatro dólares.

Ante esta situación, uno de los sectores más afectados fue el sector financiero, ya que después de la privatización de la banca estatal, las instituciones financieras habían otorgado indiscriminadamente créditos, especialmente para la adquisición de bienes inmuebles. Como es lógico, ante la crisis que experimentaba la económica mexicana y la abrupta devaluación de peso, muchos deudores se vieron ante la imposibilidad de hacerle frente a estas deudas, con los consiguientes problemas de morosidad para las entidades financieras. Por otra parte, con el fin de evitar más fuga de capitales, se incrementaron a tal punto las tasas de interés que la tasa pasiva pasó de 18 a 49 por ciento de 1994 a 1995. Esta situación llevó a una crisis del sistema financiero mexicano.

Después de la Crisis

La crisis se concretó en 1995 a raíz de una devaluación abrupta como medida inevitable ante la imposibilidad de mantener los niveles deseados de tipo de cambio y a una profunda caída del nivel de reservas internacionales; lo anterior, aunado a un repunte de la inflación provocado por la devaluación.

Ante esta situación, la ayuda de Estados Unidos, de los Organismos Internacionales y de otros países no se hizo esperar otorgándole a México, de acuerdo con Oddone (2004), “20.000 millones de créditos norteamericanos de urgencia del fondo de estabilidad cambiaria federal. Más de 10.000 millones del FMI, 7.800 millones del BPI, 3.000 millones del Banco Mundial y del Banco Interamericano, 1.000 millones de otros países latinoamericanos”.

Adicionalmente, el gobierno mexicano tomó importantes medidas para propiciar la salida de la crisis (Del Villar, 1997):
El Acuerdo de Unidad para Superar la Emergencia Económica (AUSEE) de enero de 1995 otorgó un aumento a los salarios mínimos de 7% e impuso un tope de 12 mil millones de pesos al crédito del Banco Central para 1995.
En marzo de 1995 se adoptó el Programa de Acción para Reforzar el AUSEE (PARAUSEE), que aumenta el IVA de 10% a 15%, reduce el gasto en 10%, reduce el límite al crédito del Banco Central a 10 mil millones de pesos para 1995, y otorga un nuevo aumento a los salarios mínimos del 12%. Sin embargo, el anuncio a finales de agosto de una cifra de crecimiento del PIB menor a la esperada y las presiones cambiarias de septiembre de 1995 hicieron necesario reforzar las medidas antes mencionadas.
En octubre de 1995 se anuncia la Alianza para la Recuperación Económica (ARE), en la que se planea un incremento gradual de las tarifas de la gasolina, de otros energéticos y de bienes públicos.
Además, se planea una reducción del gasto público y un aumento del 10% adicional para los salarios mínimos.

A partir de estás medidas el dólar se estabilizó a 6 pesos y por los siguientes dos años se mantuvo entre 7 y 7.7 pesos por dólar.

Por otra parte, como se indicó anteriormente, la crisis económica desató también una crisis financiera, provocada por la morosidad en carteras de créditos vencidos que los deudores no estuvieron en capacidad de honrar. Para recuperar el sistema financiero, el gobierno se vio en la necesidad de establecer una estrategia de apoyo al sistema bancario con medidas como:
Establecimiento de una Ventanilla de Liquidez en dólares (préstamos) como apoyo al sistema bancario.
Establecimiento del programa de Capitalización Temporal (PROCAPTE) que permitía a los bancos acceder a fuentes alternas de capital en un ambiente más favorable.
Se realizan reformas legales para permitir una mayor participación extranjera en los bancos nacionales.
Se implementó un esquema de reestructuración de cartera por medio de Unidades de Inversión (UDI).
Se estableció un programa de capitalización y de compra de cartera por parte del gobierno.
Se estableció un programa de apoyo a deudores y otro para créditos corporativos.
   
Esto generó perdidas al gobierno mexicano ya que gran parte de esta deuda no pudo ser recuperada.

El impacto de la crisis en la sociedad mexicana ha sido grande a pesar de que la economía se pudo recuperar en un periodo relativamente corto, como lo señala Medina (1996) “el modelo económico mexicano ha seguido produciendo riqueza pero acumulada en unos pocos, de manera escandalosa, mientras que la mayoría de las pequeñas y medianas empresas y los trabajadores en general han tenido que reducir de manera drástica su producción y el poder adquisitivo del salario”.

En resumen, la reactivación económica de México después de la crisis de 1994 no se hizo esperar, apoyada por la ayuda internacional; sin embargo, el efecto social de la misma se prolongó por mucho más tiempo afectando a una gran parte de la población que vio, de la noche a la mañana, que sus ingresos se redujeron drásticamente y se encontró en la imposibilidad de afrontar sus compromisos financieros.

Por último, es muy importante que los gobiernos entiendan que deben tomarse acciones cuando se empiezan a detectar las primeras fallas, en el caso de México 94 las decisiones se tomaron demasiado tarde, y que debe existir independencia entre las decisiones económicas y las políticas, de manera que se evite “disfrazar” una situación económica desfavorable para no perder el apoyo político.


La protección comercial, que caracterizó el período de desarrollo "vía sustitución de importaciones", generó una producción de baja calidad, ya que el mercado estaba cautivo y las importaciones restringidas; y limitó la eficiencia económica y las innovaciones tecnológicas. Las limitaciones mencionadas se fueron eliminando con la apertura comercial, que en nuestro país inicia con el ingreso al Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) en 1986; y continúa con la firma del Acuerdo de Complementación Económica México-Chile en 1992; la firma del Tratado Trilateral de Libre Comercio (TTLC) con Estados Unidos de América y Canadá en 1993, que entró en vigor en 1994; la firma de Acuerdos Comerciales con el Grupo de los Tres (Colombia-México-Venezuela) en 1995; la firma del Tratado de Libre Comercio con Costa Rica en 1995; la firma del Tratado de Libre Comercio con Nicaragua (1988); la firma de Acuerdos Comerciales con Guatemala y Honduras; y los posibles Acuerdos o Tratados Comerciales con el MERCOSUR y la Unión Europea. Lo anterior refleja que el proceso de apertura comercial o del mercado en México es irreversible y se desprende la necesidad de prepararnos para enfrentar los nuevos retos.

El proceso de Apertura Comercial, también se ha caracterizado para la transformación de las barreras no arancelarias (cuotas, permisos, etc.) en arancelarias (tarifas y aranceles), la reducción y eliminación de los aranceles, y la clasificación y control de la prácticas desleales. Los objetivos de la apertura comercial son el mayor acceso a mercados, el control de las salvaguardas y prácticas desleales, y aprovechar las preferencias arancelarias.

La ventaja principal de la apertura comercial o de mercados es el incremento en número y amplitud de los mercados para los productos mexicanos. La integración de los mercados, que es parte de la apertura comercial, agudiza la competencia entre los productores, de aquí se desprende que los productores mexicanos deben buscar una mayor eficiencia en la producción y comercialización, lo que traería aparejado una mayor productividad y competitividad.



En nuestro país, la estrategia neoliberal se ha propuesto para elevar la eficiencia competitiva de la industria nacional e impulsar las exportaciones manufactureras. La forma de lograrlo ha sido a través de la apertura comercial, presionando así a la industria nacional a elevar su eficiencia competitiva, brindándole facilidades para importar insumos y tecnología, necesarios para la modernización productiva. Sin embargo, los resultados no han sido los esperados por el modelo. La precipitada apertura comercial hizo que numerosas industrias que producen sólo para el mercado interno, vieran deterioradas sus posibilidades de crecimiento y aún de sobrevivencia, al enfrentarse con mercancías importadas ante las cuales están en franca desventaja. La clave para el sector industrial bajo esta política es lograr la “competitividad” a través de la productividad y la eficiencia.

En este sentido, pareciera que el modelo neoliberal tiene un carácter excluyente respecto a la mayoría de los empresarios mexicanos, toda vez que, la apertura comercial, el desmantelamiento de los programas de fomento, el encarecimiento y escaseamiento del crédito, etc. así como el crecimiento de las carteras vencidas de la banca comercial, nos muestran la difícil situación por la que atraviesan numerosos empresarios. Bajo esta perspectiva, algunas regiones del país han podido adaptarse a los requerimientos generales del modelo, a diferencia de otras regiones como Oaxaca, que se encuentran rezagadas en su participación, siendo muy posible que este rezago se ensanche en un futuro de no mediar una eficiente política de integración. Las causas de este rezago se han buscado tanto en factores internos como externos, y el impacto que éstos han tenido en la sociedad oaxaqueña; sin embargo, además del nivel explicativo general, se requiere de un análisis específico; es decir, es necesario entender la percepción, las actitudes, comportamientos, motivaciones y valores que manifiesta el sector más dinámico de la economía - los empresarios -, en relación al modelo de desarrollo.
 
LA APERTURA COMERCIAL

De 1983 a 1989 se llevó a cabo la primera etapa de apertura comercial con los propósitos de alcanzar la estabilidad económica, elevar la eficiencia del aparato productivo, enfrentar los compromisos financieros internacionales originados en una acelerada y excesiva contratación de deuda externa, recuperar el crecimiento económico y generar más y mejores empleos.

La apertura comercial como estrategia de desarrollo se inició en un entorno desfavorable de inestabilidad cambiaria y financiera, virtual suspensión de pagos al exterior y enorme déficit fiscal. Ante ello, se adoptó un programa de ajuste y se planteó la necesidad de cambiar a fondo la estrategia de desarrollo.

La apertura fue gradual y se inició con la reducción selectiva de aranceles. En 1983 se mantuvieron los permisos a la importación para todas las categorías de productos, los cuales comenzaron a eliminarse un año después; en 1985 se revisó toda la tarifa y las importaciones controladas se redujeron a 37.5% del valor total; asimismo, se amplió la sustitución de permisos de importación por aranceles; en 1986, el número de fracciones sujetas a control se redujo hasta 30.9% del valor total.

Dado el avance del programa de liberalización de México, la adhesión al GATT a mediados de los años ochenta fue un paso lógico. En un ámbito de avance en la apertura, el costo de ingresar a ese organismo fue mínimo y en cambio significaba grandes beneficios en términos de acceso a mercados, credibilidad y certidumbre en la política comercial.

De 1986 a 1989 se estableció un arancel máximo de 20% y se redujeron a cinco los niveles arancelarios. En este período se consolidó la primera etapa de apertura sin sufrir más modificaciones. Cabe recordar que en 1987 la motivación fundamental para acelerar la apertura comercial fue el combate contra la inflación.

En la primera etapa del proceso de apertura se observaron los efectos favorables de esta estrategia en la economía: la participación de las exportaciones de bienes y servicios en el PIB se elevó de 13.5% en 1982 a 18.5% en 1989. Asimismo, el comportamiento y la estructura de las exportaciones no petroleras cambió radicalmente: de 1983 a 1989 crecieron en valor a una tasa promedio anual de 19% y su participación en las exportaciones totales pasó de 22% en 1982 a 66% en 1989.

Las micro, pequeñas y medianas empresas mejoraron su desarrollo, a pesar de que enfrentaron una mayor competencia de productos del exterior. De 1983 a 1989 registraron una tasa de crecimiento promedio anual de 4.3% en el número de establecimientos y de 4.5% en la de ocupación.

Por otra parte, la mejoría de la posición externa del país durante 1986 y 1987 se acompañó de un deterioro en el comportamiento de los precios. La inflación anual pasó de menos de 65% en diciembre de 1985 a 160% en diciembre de 1987. Las tasas de interés nominales aumentaron en la misma proporción para evitar que cayera la captación de ahorro. Esto agudizó las necesidades de financiamiento del sector público. La situación se agravó con los frecuentes ajustes de precios y tarifas de los bienes producidos por las empresas estatales y con el choque bursátil de octubre de 1987. En respuesta a la salida de capitales, el Banco de México retiró su apoyo al tipo de cambio en el mercado libre, lo que causó una significativa devaluación del peso.

En diciembre de 1987 el gobierno respondió con el fortalecimiento de medidas estructurales y financieras y con la creación de un instrumento que con los meses y los años probaría su eficacia en la recuperación y la estabilidad: el pacto social. Esta concertación incluyó a los principales agentes de la formación de precios: los empresarios, los trabajadores, los campesinos y el gobierno. El Pacto de Solidaridad Económica, como se llamó inicialmente, fincó su eficacia en una política de ingresos y gastos que combinó elementos ortodoxos de la política económica con la concertación social.

La apertura comercial como estrategia de desarrollo se inició en un entorno desfavorable de inestabilidad cambiaria y financiera, virtual suspensión de pagos al exterior y enorme déficit fiscal. Ante ello, se adoptó un programa de ajuste y se planteó la necesidad de cambiar a fondo la estrategia de desarrollo.

Con estas medidas la inflación anual se redujo de 160% en 1987 a 52% en 1988. En materia de finanzas públicas, se alcanzaron logros no vistos desde hacía casi 20 años y en 1989 el déficit financiero del sector público como proporción del PIB se ubicó en 5.6%. Junto con los compromisos adoptados por los firmantes del Pacto, la apertura tuvo un papel importante en el control de los precios internos, al imponer una disciplina a los oligopolios nacionales que producían bienes comerciables.

    
LOS ACUERDOS REGIONALES Y MULTINACIONALES

La experiencia de casi una década de apertura y el proceso de recomposición de la economía mundial condujeron a un ambicioso programa de negociaciones con los principales socios comerciales de México. En abril de 1990, el Senado de la República convocó a un Foro Nacional de Consulta sobre las relaciones comerciales de México con el mundo. Ahí se recomendó una estrategia de negociaciones múltiples como el mejor camino para afrontar los retos de la globalización económica. A partir de ahí se inició un intenso proceso de negociaciones, de las cuales las más relevantes fueron las relativas al TLCAN. Si bien son de sobra conocidas las razones por las que México decidió integrarse a sus vecinos de Norteamérica, cabe mencionar las siguientes: la histórica concentración del origen y destino del intercambio comercial de México y de la procedencia de la inversión extranjera, así como de las ventajas derivadas de los costos de transporte y comunicaciones.

En la actualidad México tiene signados acuerdos con Chile, Estados Unidos y Canadá, con Colombia y Venezuela (con los que conforma el Grupo de los Tres), con Costa Rica y Bolivia, así como un Acuerdo Marco Multilateral con América Central. En 1994 se concluyó el proceso de adhesión de México como miembro de pleno derecho de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y se han estrechado relaciones con diversos países de la Cuenca del Pacífico. Cabe recordar que con anterioridad a esta etapa México pertenecía a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) desde 1960, en 1975 firmó un Acuerdo de Cooperación Comercial con la Comunidad Económica Europea y en 1990 suscribió el Acuerdo Marco de Cooperación México-Comunidad Europea.